Frontera terrestre entre Laos y Cambodia

Lunes 28 de noviembre de 2.016

Entre Laos y Camboya hay un sólo cruce de fronteras terrestres por el Sur. He leído mucho sobre este paso fronterizo porque tiene la fama de ser el más corrupto del sudeste asiático.

El precio oficial de la visa es de 30 dólares y dicen que te cobran unos cinco dólares más, por la cara. Dos en el lado de Laos, para ponerte el sello de salida del país. Uno al llegar a Camboya por un supuesto control sanitario de vacunas y dos más por ponerte el sello de entrada a Camboya. Parece que si no los pagas, no pasas al otro país.

Además, está el tema del transporte. Del lado laosiano hay una especie de mafia que tiene monopolizado los transportes en vans o minibuses. Dicen que también hay un autobús de línea regular pero sólo llega hasta la frontera y luego tienes que buscarte la vida en Camboya.

Buceando en internet encontré un blog que habla de una empresa de Camboya que te recoge a la salida de la frontera y te lleva hasta Seam Reap. Los comentarios de la gente son muy favorables. En cambio, los comentarios de la empresa que te lleva desde Laos, dejan bastante que desear.

Entro en la web de AVT, Asian Van Transfer y veo que puedo hacer la reserva online, lo cual ya me gusta. Obtengo respuesta casi de inmediato, cosa nada habitual en estos lares. Vamos bien. No sólo eso, sino que hay una oferta, en vez de pagar 20 dólares, ofrecen el recorrido por 16. Todo me indica que es por aquí, así que reservo y me confirman mi plaza ipso facto. En el mail de confirmación vienen un par de fotos de la persona que me estará esperando en la frontera (un detalle de agradecer) y todas las indicaciones de cómo proceder, entre ellas, la sugerencia de no pagar los “costes extras” que los funcionarios te piden en cada lado y de mostrar mi reserva a los de la empresa laosiana si insisten en querer venderme sus vans como única posibilidad. El pago del transporte lo haré directamente al señor Mr. Hout al llegar a Camboya.


Mi primera idea era ir a Pnom Penh pero entonces la única opción de transporte es la laosiana y no me apetece colaborar con ese monopolio, además de que tiene muy malas críticas. Así que pienso que ir a Seam Reap primero es muy buena opción.

Me queda por ver cómo llegar hasta la frontera desde Don Det. El primer paso es la barquita que me cruza hasta el continente, ése es fácil y lo arreglo con la dueña del hostel donde estoy, al precio único y uniforme de 20.000kips. Quedamos a las 8:00 de la mañana. Mejor que salga pronto porque el día pinta largo.

Al llegar a Nakasang he de buscarme la vida, en el peor de los casos tengo las famosas vans. Pero primero voy a la estación de autobuses, a tres manzanas del embarcadero. En el camino paso por donde están las vans y ellos se apresuran a ofrecerme sus servicios y les digo que no. Cuando estoy llegando a la estación no veo ningún autobús y encuentro un grupo de 7-8 jóvenes nórdicos preocupados porque les han dicho que no hay autobuses a la frontera. O sea que la opción posible parece ser volver sobre nuestros pasos y contratar una van todos juntos.

Estamos caminando volviendo sobre nuestros pasos y yo voy atenta a ver si encuentro un tuk tuk o songtaew que vaya hasta la frontera. Pregunto a un par pero me dicen que no. Cuando ya creía que no quedaba más opción que las vans, se me acerca un chaval en un moto-carro, no sé cómo se llaman éstos. Es una moto con una especie de sidecar, en plan básico, un carro cuadrado adosado a la moto.

El joven me dice que me lleva a la frontera por 100.000kips. No es barato pero me encanta la idea. Este transporte no lo he cogido aún y estoy con ánimos de aventura, ya me había preparado para ello. De paso me salto las vans.

Intento negociar precio con el chaval pero no se baja de los 100.000 y me explica que tengo que caminar unos doscientos metros. Al principio no le entiendo muy bien pero enseguida recuerdo haber leído en un blog de alguien que hizo lo mismo y explicaba que para ir en tuk tuk, éstos te pedían que te alejaras de la zona de las vans porque de lo contrario, podían tener problemas con los mafiosos. Así que sin más, me pongo a caminar en dirección salida del pueblo y dejo atrás al grupo de nórdicos.

Sólo hay 20km hasta la frontera. Pienso que será un recorrido corto, aunque vayamos más lento. Total, hasta las 11:00 de la mañana no sale mi transporte a Siem Reap y son recién las 9:00.

Alcanzo al joven de mi inexplorado transporte y me subo en su carromato. Muy seguro no es, pero casi no hay tráfico y la motito no debe tirar demasiado. De cascos, ni hablamos, entre otras cosas, porque él tampoco lleva.


Ya antes de salir del pueblo, al pasar junto a una impecable van de color blanco, su chófer lo para y lo increpa. No entiendo lo que le dice pero está claro que le está leyendo la cartilla. El jovencillo se hacía cada vez más pequeño. Entonces intervengo en el monólogo del otro conductor y le pregunto si hay algún problema. Entonces el tío baja un poco sus modales y decibeles y nos deja continuar, sin dejar de recordarle algo al joven motorista.
Empiezo a preocuparme y a pensar que quizás no ha sido buena idea montarme en esta historia. Está claro que hay una mafia que ejerce el monopolio y que ejerce de mafia. Me inquieta que al chaval le pasen factura pero por otro lado pienso que si él sigue adelante es porque lo tiene claro y puede hacerlo.

Demás está decir que sólo conoce las palabras inglesas “hundred thousands”, con lo cual toda nuestra comunicación es visual y señalética. Yo vuelvo a mi castellano, total tanto da.

Finalmente logramos salir del pueblo. Me pongo las gafas de sol para evitar que me entren bichitos y polvo en los ojos. Superados los tres primeros kilómetros cual coctelera, el camino hacia la frontera está bien pavimentado y el entorno sigue siendo muy rural, con alguna casita aislada y grupos de vacas o gallinas paseando junto a la ruta.


Feliz, con mi sentimiento de libertad y mis pelos al viento, voy disfrutando del aire sobre mi cara. Como al descuido, se me ocurre mirar el nivel de gasolina de la moto. Saben que hay un cuadradito rojo que indica la reserva, no? Pues la aguja está bien por debajo de ese marcador. Le hago señas a mi conductor, pero él ni caso. Sólo me sonrie.

Al diablo mi sentimiento de libertad! Ahora si que me imagino tirada en ninguna parte, con un joven que no conozco de nada y con quien no me puedo comunicar. Y si por aquellas cosas que ocurren, el olor de la gasolina no fuera suficiente para hacer los 16km que faltan, dudo mucho que las vans me quieran recoger. Al menos no sin sacarme un ojo de la cara primero, por vivilla. Empiezo a sentirme verdaderamente inquieta.

Ahora sólo me centro en ver pasar los mojones de la carretera que indican el km por el que vamos. Y cual presidiario, voy tachando palitos con cada unidad y haciendo cruces cada cinco.


Pasamos en km 5, si me toca caminar, sólo me quedan 4! Y hace calor!!!

Una gasolinera …. le hago señas al chaval de que pare, pero no me hace caso. Así que sólo me queda confiar en que él sabe lo que hace, que la aguja del contador debe estar rota y que seguro que puso gasolina antes de salir.

Los 20km que parecían nada, no vean todo lo que dieron de sí.

Porque lo siguiente fue otra van, que volvió a parar al chaval ahora en medio de la ruta y esta vez la cosa tenía pinta de aviso-amenaza. Como en las pelis de gangsters.

Cuando la van continuó su camino, el joven intenta explicarme que me dejaría “one km” antes de la frontera y que yo tendría que caminar. A lo cual le respondo en mi castellano mendocino que de ninguna manera, que si quiere cobrar su “hundred thousands” me tiene que dejar en la frontera. Él sigue riendo, pero creo que más de nervios que otra cosa.

Y yo que quiero disfrutar del paseo y la brisa campestre, me paso casi todo el recorrido pensando opciones posibles y buscando ideas alternativas por lo que pudiera pasar. Lo único que parece favorable es que es temprano y tengo todo el día por delante.

Sigo descontando kilómetros y la aguja de la gasolina no puede bajar más, así que concluyo que efectivamente debe estar rota.

En cuanto se divisa un edificio grande al fondo de la ruta, el chaval me indica que ése es el “border” y que él me deja aquí. Y yo que me niego a bajar porque falta más de un km. Él sigue avanzando a regañadientes y cuando estamos a unos doscientos metros entonces le digo que ok, que me bajo allí.


Y así, con mis dos mochilomas a cuestas, llego caminando al border. Soy la única que va andando. Alcanzo a ver una camioneta y un par de policías de gafas oscuras que están de pie al lado. Les recuerda algo? Pues si, todo es como hace 35 años en nuestra Argentina. El ambiente de abuso de poder y corrupción se respira en cada rincón.

Los milicos no dejan de mirarme y eso me intimida bastante. Miro a un costado y hay un edificio que pone Duty Free. Ni lerda ni perezosa, enfilo hacia dentro. De paso voy al lavabo mientras espero desviar la mirada de los polis.

Cuando salgo, ya no están allí. Me siento más cómoda y avanzo hacia el edificio de migraciones. Había leído que me dirigiera directamente a la ventanilla sin hacer caso a lo que otros me dijeran. Al llegar me encuentro a una par de chicas y una de ellas está indignada, discutiendo con el de la ventanilla. “Que yo no voy a pagar dos dólares, eso es ilegal, me tiene que poner el sello y no tengo obligación de pagar nada, etc,etc….” le decía a su amiga, encendida de rabia. Claramente eran españolas. Me acerco y le pregunto qué pasa y me explica lo que ya sabía y lo que todos los blogs repiten.

Detrás de la ventanilla, cuatro!!! milicos esperando cobrar sus dólares de coima. Eran milicos como los nuestros, con cara de vas a pasar por aquí porque lo digo yo y si no…..tengo todas las de ganar y tú las de quedar dentro del calabozo.

Sabela estaba tan enfadada y le discutía tanto que intenté calmarla y decirle que le pagara, que si no no cruzaría la frontera. Pero en eso, el tío pone un sello en su pasaporte y otro en el de Tamara. Así, las chicas continúan hacia la frontera camboyana sin pagar.

Me toca a mi. Paso mi pasaporte y lo mismo, el tío me pregunta si voy con ellas y me pide dos dólares. Visto que las chicas no pagaron, yo le digo que voy sola y que él sabe que no tengo que pagarle nada. Me pone el sello. Me quedo mirando el pasaporte y una pareja laosiana que está detrás mío me dice que ahora tengo que caminar hasta el otro edificio, en el país de al lado. Estoy medio atabalada con tanta cosa y aprovecho a mostrarles mi pasaporte para que me digan si es correcto lo que me han puesto y me dicen que si, que siga hacia el otro lado. El sello decía “Isued” y estaba colocado encima de la visa de entrada. Lo que me queda claro es que mi visa ya no tiene valor.

Agarro las mochilas y camino los doscientos metros de tierra de nadie entre un edificio y otro. Las chicas ya están llenando unos papeles del otro lado.


Subo los escalones de la entrada y en el vestíbulo hay una mesa con cuatro personas que me dicen que me pare. Yo sigo de largo hasta que otro milico con cara de malote se me pone delante y me dice que tengo que pararme en esa mesa. Son los del control de vacunas. Sabela ahora está discutiendo con uno de ellos también, sin resultado positivo ninguno. Yo me agrando y saco mi carnet de vacunas español y digo que ya tengo todos los controles, frente a lo cual me dejan seguir, pero el poli malo ya está de peor humor.

El próximo mostrador es el de migraciones camboyano. Como si fuera una ventanilla de banco, cristal de por medio, el poli de turno mira mi pasaporte y me dice que NO tengo el sello de salida de Laos, con lo cual no puedo entrar en Camboya. Que he de volver a la frontera de Laos y pagar para que me pongan el sello con la fecha de salida.

Tal como dicen todos los blogs, milicos laosianos y camboyanos están compinchados.

Yo que pensaba que había aprovechado el enfado de Sabela para saltarme la coima, en realidad, el poli laosiano se quedó con todas nosotras. Y conmigo más, porque esto que me está pasando lo había leído tal cual…. que si no pagas, del lado camboyano te hacen volver. Dit i fet!

Con mi mejor cara y sonrisa, pregunto si puedo dejar la mochila grande allí mientras voy y vuelvo y me contestan que si. Al menos no voy tan cargada.

Esos doscientos metros de ida y de vuelta tienen varios surcos de tantos ilusos como yo, que pensamos que podemos hacerle una zancadilla al poder dictatorial absoluto. Ingenua!


Tengo años de pasar la cordillera entre Argentina y Chile y sé positivamente que al entrar y salir de un país tiene que figurar la fecha, pero con el atabale de antes, ni pensé en eso y no me dí cuenta que el Isued no serviría de mucho.

Paso mi pasaporte junto con los dos dólares y cuando me lo devuelven bien sellado les deseo que puedan dormir en paz (en castellano claro).

Vuelta al otro lado. A medio camino me cruzo con las españolas y les digo que no se hagan mala sangre y que no enciendan más el fuego, ellas también van a por sus sellos. Aún queda ….. recojo mi mochila y vuelvo al mostrador de migraciones que en realidad no sólo se parece a una taquilla de banco sino que es realmente donde te cobran la visa. Son 35 dólares. Ve tú a reclamar que no es legal, que la tarifa oficial son 30. Hoy han decidido que son 35. Ya sólo por hacer la gracia, le pido un ticket de mi pago …..

Y claro, ni caso!

El milico que me cobra tiene a su lado un maletín negro. Lo abre y pone mi dinero dentro, junto con el de tantos otros que han pasado antes que yo. De terror!

Siguiente mostrador, llenar el papel con mis datos. Y lo que faltaba …. aunque me toca a mi, pasan por delante mío a un guía con un grupo de veinte personas. Es de una de las tantas vans. Por supuesto, él tiene preferencia porque también saca su buena tajada con los turistas y alguna comisión le dará a los polis.

Nada, a esperar y poner buena cara. Lo bueno es que afuera ya nos está esperando Mr. Hout. Se ha acercado, se ha presentado y nos ha indicado un bar fuera de la frontera donde esperarlo para subir a nuestro transporte. En todo este rato han ido llegando algunas vans y parece que varias de las personas que vienen en ellas continuarán también con Mr. Hout, entre ellos el grupo de nórdicos que estaban en Natrang buscando autobús.

Cuando acaban con todos los pasaportes del grupo, me reciben el mío. Ya no sé si aquí también tendré que pagar o no. Pero se ve que con los cinco dólares de más de la visa ya se dan por pagados para ponerme el sello de entrada en Camboya. Al fin! Trámite concluido y me dejo 37 dólares sin ningún comprobante.

Un asco, de verdad!

Todo y que me puse en ommmmm! Cuando logro salir, me siento llena de rabia por dentro. Tardo bastante en recomponerme.

Ya en el bar me pido algo para desayunar. Va cayendo gente al baile y entre ellos llegan Eugenia y Martín, una parejita de argentinos que conocí en el barco de Luang Prabang. Linda sorpresa. Enseguida me cuentan que Eugenia había apuntado mi celular en el suyo y que lo perdió días atrás, así que por eso no me habían contactado.

Le doy de nuevo mi número y Martín se lo agenda. Me llaman a subir a mi minibus, voy con Sabela y Tamara, pero los argentinos no. Quedo con ellos en que los espero al llegar así buscamos alojamiento juntos.

Nos sentamos las tres en la primera hilera de asientos, Sabela se pone los cascos y se aísla con su música, mientras Tamara y yo charlamos todo el viaje. Fueron seis horas, así que la charla dio para muchos temas y fue muy linda. Ambas son gallegas, de Galicia de verdad.

Entretenida con la charla, casi ni miro el paisaje. Pero de refilón puedo ver que es muy llano, no se ven montañas al fondo y el ambiente sigue siendo muy rural, quizás más seco que es Laos.

Llegamos a Sien Reap de noche, tipo seis de la tarde. El minibus nos deja en la oficina de la empresa. Allí un hombre joven, que parece europeo, nos recibe a nosotros y a los otros buses. Con gran maestría y rapidez, distribuye a todo el personal en diferentes tuks tuks para ser llevados a sus respectivos hoteles. Este servicio también estaba integrado en el ticket de 16 dólares.

Las chicas y yo no tenemos reserva previa y él nos ofrece un tuk tuk que nos llevará a uno o varios hostels hasta que encontremos uno que nos guste. Se dirige a nosotros en un castellano perfecto. No es español, tampoco parece argentino. Le pregunto y se define como “un indignado de Barcelona que nació en Uruguay y se vino a Camboya después de aquel marzo”.

Martín y Eugenia no están y Ramiro, el de la agencia, me dice que ya han llegado todos sus transportes. O sea que los argentinos no han venido con AVT. Me da penita, porque me apetecía compartir con ellos, pero yo no me he quedado con el teléfono de Martín.

Así es que conocemos a Mr. Bean, el chico del tuk tuk que nos lleva al Garden Village Guesthouse y en ese primer hostel, que tiene muy buena onda, marcheta y piscina, decidimos quedarnos las tres. Yo pido una habitación individual y voy a verla. Cuando regreso las chicas me dicen que hay una triple y que si quiero podemos compartir. Les agradezco encantada pero no quiero ser un plomo para ellas que vienen de fiesta a tope. Insisten y acepto, aunque no muy convencida.

Como decía, el hostel tiene muy buena onda, es grande y hay mucha gente joven y linda. Lo poco que hemos visto de la ciudad promete fiesta y diversión, en base a cervezas y música con muchos decibeles.

Contrariamente a lo imaginado, me gusta estar en ese barullo. Creo que vengo de muchos días sola y muy tranqui, así que la marcha me entra bien.

Luego de ducharnos, las chicas se van a su rollo y yo al mío. Estamos al lado del night market y del movidón. Callejeo un rato y doy mi primer paseo en Camboya mirando las artesanías y curiosidades del mercadillo. Busco un sitio para comer algo y termino en el de más altos decibelios porque me gusta la música que están pasando. Me pongo a escribir y me dan las tantas. Ni yo me creo que estar en pleno mogollón.

Quizás esa adrenalina y ambiente fiestero es el que necesitaba para contrarrestar la mala onda del cruce entre países. Sin dudas, el puesto fronterizo más corrupto del sudeste asiático.

Último día en Laos

Domingo 27 de noviembre de 2.016

Hoy me siento con más energías y alquilo una bici para recorrer las dos islas ya que sigue haciendo mucho calor para ir andando. Desayuno frente al río y salgo a pasear.

Apenas dejo la calle principal donde están los alojamientos y restaurantes, el entorno es totalmente rural. El camino, con cartel que indica “Avenue”, pasa literalmente por en medio de un recinto con un pequeño templo. La Avenue en cuestión comienza en el mismo cartel y acaba en el templo, al fondo de la foto:

Enseguida me encuentro con otro brazo del río en el que unas vacas se están dando un refrescante baño, algunos campesinos trabajan recolectando sus productos y un grupo de niños juega a la pelota. Ideal para hacer fotos.
Dejo la bici bajo un árbol a la sombra y saco mi cámara. Primero las vacas, que no se enfadan si les sacas fotos. 


Luego hago alguna panorámica. Y cuando bajo la cámara, tengo a un chavalín de unos seis añitos, riendo y queriendo agarrar la cámara. Me agacho y comienzo a interactuar con él. Es muy simpático y super curioso. Le dejo tocar los botones de la cámara y me pide que le haga una foto. Se parte de risa al verse en la pantalla.

Estamos un buen rato compartiendo risas y fotos. Él habla en lao y yo en español. El chiquitín repite algunas de mis palabras con una claridad impresionante. A la nada, ya son dos los chavalines. El segundo también quiere verse en la pantalla. Se ponen a hacer muecas y poses diferentes. Son muy tiernos.

El resto siguen jugando a la pelota. Mientras charlo con el mayor, el chiquitín travieso se ha escapado hasta mi bici y quiere abrir mi mochila. Le pegó un grito de alerta y me acerco yo también. Uno a uno, va abriendo cada uno de los cierres que se encuentra.

No llevo nada demasiado interesante en la mochila, pero a ellos todo les hace gracia. Saco una libreta y un boli y les pido que me dibujen o escriban algo. Se entusiasman un montón y hacen algunos garabatos. Se acerca un tercero, más grande, y los otros le dan la libreta a él invitándolo a que participe. Parece que el mayor es el que sabría escribir algo. Al ver luego las páginas, veo que hay algo parecido a unas letras pero ni idea de qué ha querido escribir.

Después encuentran unos chicles. Justo me quedan tres y los reparto entre ellos. Están encantados hasta que se los ponen en la boca. El sabor de la menta no les ha gustado y me los devuelven.

Mientras tanto pasan un par de personas mayores que les dicen algo a los niños pero yo hago señas de que está todo bien. Nos lo estamos pasando muy bien juntos.

Cuando ya no quedan cierres por abrir empiezo a hacer movimientos de recoger para partir y despedirme. Es entonces cuando me sorprendo ingratamente. Hasta ahora no habían pronunciado ninguna palabra en inglés, pero cuando ven que me estoy yendo uno de ellos dice “many” y pone la manito con la palma hacia arriba. Me agarran de sorpresa y le digo que no entiendo qué quiere. Entonces todos repiten la misma palabra y hacen el mismo gesto. Me doy cuenta que me están pidiendo “money”.

De verdad que me sorprendieron. Y me quedé con una sensación triste de que sean esos los valores que están aprendiendo. Sea que sus padres les enseñan a pedir a los falangs o sean los turistas quienes les dan dinero, ninguna de las dos opciones me parece que sea de gran ayuda.

Les digo que no tengo dinero y que me ha encantado conocerlos. Me despido y subo a la bici con un sabor agridulce.

Sigo adelante, camino a la otra cascada de aguas. Me encuentro un puente colgante y a un japonés solitario como yo, también con su bici. Ambos miramos el puente con inquietud y recelo, pero nos animamos a cruzarlo sin problemas.



Más que una caída de agua, se trata de muchas rocas en medio del río que son las que hacen innavegable el Mekong en esta parte, cortando la posibilidad de recorrerlo mediante barca de punta a punta. Las que vi ayer impresionan mejor, tienen más desnivel y el río lo acusa con mayor bravura.

Continúo por el camino, que cada vez se hace más estrecho, hasta que se transforma en sólo una huella. Y la vegetación es cada vez más tupida. A medida que avanzo, el espacio se va cerrando más y más. No sé si continuar o volverme. Si esto no tiene final y tengo que volverme será un palo. Empiezo a inquietarme.

Más atrás viene una pareja también en bici y nos vamos cruzando. Eso me tranquiliza, porque si por mi fuera ya me habría vuelto. Pero la curiosidad me puede y esto no deja de ser una pequeña aventura. No hay nada más que vegetación salvaje y un hilito de tierra del grueso de las ruedas de la bici. Las ramas de abajo hacen daño en los pies. Pero continúo porque me siento acompañada de aquella pareja.

Parece interminable. En una de las veces que nos cruzamos con la pareja les pregunto si ese camino conduce a algún sitio y creo entender que sí, así que continúo, no sin cierto resquemor.

Finalmente, el hilo de tierra comienza a expandirse para volver a transformarse en un camino y aparecen unas poquitas casas. La vegetación sigue generando un túnel verde, pero ahora es más alto y puedo ver el cielo entre las hojas. Hay troncos y ramas con formas muy espectaculares.

Las casas son más bien chozas, casi destartaladas, con una gran vasija donde recogen el agua de lluvia y lo que no falta nunca es la antena de tv, aunque esté oxidadísima.

Me relajo y disminuyo la marcha, dejando que la pareja se aleje. Me siento más segura y sé que me acerco a un poblado. En las pocas casas que se ven, sólo hay niños que parecen estar solos. Triste realidad.

Más adelante me encuentro a dos niñas, una de unos 15-16 años y otra pequeña, de 4-5 añitos. Se las ve muy pero muy humildes. La mayor lleva algo parecido a una pala y la menor, una botella de plástico con tapa. Cada tanto, la mayor se detiene de golpe y comienza a excavar en el borde del camino. Dá 5-6 paladas rápidamente y agarra con la mano algo que mete con prisa dentro de la botella de plástico. Me acerco. Ellas me miran con sonrisa inocente. Le señalo la botella y al abrirla me muestran bichos parecidos a un grillo (o cucaracha). Le hago seña si es para comer y asiente con resignado gesto. Más triste aún esta realidad.

Pocos metros más adelante, aparece el poblado de cuatro casas y poco más. De fondo, el Mekong y un embarcadero de estructura grotesca de hormigón. Ya he visto en otras partes de la isla construcciones similares. Son los restos de lo que hace tiempo, durante la colonia francesa, fue un ferrocarril. En estas dos islas contiguas hubo una línea de vías férreas que servía para transportar los productos agrícolas hasta los embarcaderos. Hoy quedan estas obsoletas tramas de hormigón, una locomotora vieja con carteles informativos desteñidos por el tiempo y una caseta, similar a una mini estación, en la que se anuncian las ofertas de excursiones en barca actuales por las islas. Restos de viejas glorias de las cuales no quedan casi ni el recuerdo.

Los únicos rieles y durmientes que sobreviven son los de algún puente sobre pequeños canales interiores. Y el único superviviente es el puente que une las dos islas, hecho también de hormigón, aunque el pavimento ha suplantado las vías.

Lo que fue el trazado férreo, hoy es el camino principal de la isla, del mismo ancho que antes, pero con tierra en lugar de hierros y madera. Seguramente éstos han sido utilizados para dar cobertizo a los habitantes o en el peor de los casos, transformados en dinero.

Regreso por este camino, que muy a mi pesar y aunque no lo parecía, tiene pendiente en sentido contrario a mi dirección. Me toca pedalear de verdad.

La vuelta a Don Det termina en el puente por el que cruzo a Don Khon. 

Atravieso esta segunda isla siguiendo la traza de las vías del desaparecido tren para llegar al extremo opuesto, donde está el poblado que se supone tiene más marcha. Parece haber un poquito más de gente pero es igual de tranquilo que en Don Det.

El paisaje es muy rural también, con campos de arroz y algunos frutales. Todo es muy relajante y sereno. Cada tanto un grupo de vacas pastorean solas y otras se meten en el agua como si fueran rinocerontes. Pocos campesinos, pero alguno alcanzo a divisar.

Vuelvo por la costa oeste, esperando disfrutar de la caída del sol. Hay mucha vegetación alta de ese lado y casi no veo el sol. Me apresuro porque no quiero perderme la puesta de sol en el Mekong, mi última puesta de sol en Laos.

Me entretengo en un campo de trigo que iluminado con la luz del sol cuando está atardeciendo, se transforma en unos dorados maravillosos.


En mi afán de llegar hasta el final del camino, me meto entre arrozales, con bici en mano por momentos, hasta llegar a la otra punta de la isla y asomarme al río.

La vegetación que nace desde el mismo cauce de agua, iluminada con la luz rasante del atardecer, da la sensación como si fueran fantasmas que emergen del río.


Falta sólo media hora para la puesta de sol y decido ir a una de las terrazas de alguno de los restaurantes. Pero al pasar de nuevo por el puente, las vistas de ambas riberas bañadas con la luz dorada me hacen detener. Me quedo en medio del puente, con la bici a un lado. Me siento en el borde y disfruto de cada instante, de cada rayo del sol y de cada cambio de color. Poco a poco otras personas me copian y el puente empieza a llenarse de fans de puestas de sol como yo.

Me quedo hasta que el último reflejo rojo desaparece, mientras el agua del Mekong ha ido cambiando de color café con leche, pasando por el púrpura hasta convertirse en un rojo cobrizo y por último confundirse con la oscura noche.

Buenas noches Mekong, buenas noches Laos. Hasta la próxima!

Si Pan Don, las 4.000 Islas

Sábado 26 de noviembre de 2.016

Me levanto temprano. Aquí todo arranca muy pronto. Y lo de madrugar nunca se me ha dado muy bien, sobre todo porque soy muy noctámbula y me quedo hasta tarde escribiendo o leyendo.  

Pero aquí me ha tocado madrugar varias veces. 

La idea es llegar pronto a la estación de autobuses para ver en qué me voy hasta el confín de Laos, la zona llamada 4.000 islas. 

Son las 6:30 de la mañana y ya hay actividad en la calle. Me subo en el primer tuk tuk que me cobra 50.000 kips para llevarme a la estación, intento negociar pero me gana el cansancio y su justificación de que son “8 kilómetros”. 

Ni bien llegamos a la estación ya se acerca un hombre a preguntarme dónde voy y me dice que el primero que sale es el songtaew, que parte en diez minutos. Siempre te dicen lo mismo para que piques y pagues y después tienes que esperar a que se llene de gente la camioneta..

Pregunto cuánto vale y entonces me dirige a una mujer que contesta 40.000 kips (por casi 200 km). Como veis, todo es muy relativo en este país, sobre todo los precios. 

Entonces pienso que hago un buen promedio entre ambos transportes y decido ir en el songtaew. Debo reconocer que me hace ilusión viajar en este camión donde parece que seré la única “falang” (guiri). 

Suben mi mochila y me voy a comprar algo de fruta para desayunar. Pido también un lao café (es como nuestro café de bolsita, el que hacía mi Yaya). 

Yo con toda la calma, ya sé que aquí todo va así. Pero para mi sorpresa, me doy vuelta y mi mochila y el songtaew se están yendo. No doy crédito y empiezo a correr y a gritar mientras dejo a la señora preparándome el café y soy el motivo de risa de toda la estación. Escucho que las personas también dan voz de alarma al chófer, agradezco por ello.  

Entonces hablo (es un decir) con la mujer que me dio el precio y le pido que me espere un momento que voy a por mis bananas. Ya daba por perdido el café. Me dice que ok y vuelvo a correr a buscar la fruta que ya había pagado. Y otra sorpresa, la mujer del puestito me da las bananas y echa el café dentro de una bolsa con una pajita. Agradezco entonces la cultura del plástico y la viveza de los que no tienen grandes recursos. A falta de vasos buenas son las bolsas. 

Así fue que no me quedé sin desayuno. Y que el songtaew sólo salió tarde los cinco minutos que me demoré yo. Se ha roto un mito. Además el camioncito no va lleno, sólo vamos seis o siete personas. 

Ninguna cara sonriente, no tienen ganas de tener un falang en su transporte local. Lo noto, lo siento así. Otro mito roto, el de la cordialidad y amabilidad de esta gente. Tienen cara de pocos amigos (a mi tampoco me gustan los guiris en Barcelona, qué le vamos a hacer). 


Entonces me pongo a lo mío que es disfrutar del viaje. 

A los diez o quince minutos de salir, ya fuera de la ciudad, el camión se para delante de una casa. Bajan el chófer y la señora que me dio el precio, que iba detrás con los pasajeros. Entonces puedo comprobar que son pareja y que estamos delante de su casa.  

Hay una joven, calculo de unos 15-16 años y una niña de unos 6-7 añitos. Son sus hijas. La madre y la hija mayor hacen el ritual de incienso a sus dioses, luego la madre le da dinero a la pequeña y ambas niñas se suben en una moto en dirección al cole. Una escena totalmente familiar que me gusta haber presenciado. Ahora me doy cuenta por qué salió puntual la songtaew. 

Retomado el camino, son tres horas de viaje. El camión se detiene en dos ocasiones más en sitios donde hay muchas mujeres que suben y rodean la songtaew ofreciéndonos todo tipo de comidas. Una de ellas lleva mazorcas de maíz y le compro un par. Son riquísimas. Las otras ofrecen desde trozos de caña de azúcar hasta pinchos de carne o de medio pollo. Son muy insistentes y la gente les va comprando cosas. Muchos de ellos guardan su compra en la respectiva bolsita y no la comen en el momento como yo. 


Casi olvido contar el detalle de que sobre la rampa posterior del camioncito, que va abierta, llevamos una moto. Queda casi como colgada. Y la señora que regentea la songtaew va sentada al final de la songtaew y mediante un timbre le avisa a su marido conductor cuándo tiene que detenerse porque alguien quiere bajar y cuándo reanudar la marcha. Por el camino suben dos o tres personas más, una de ellas es una jovencita que se sienta a mi lado. Ella sí me sonríe y en su incipiente inglés me hace las dos preguntas que sabe formular. El resto fueron sonrisas y gestos.  


El paisaje es llano, con árboles aquí y allá. Cada tanto, casitas sueltas o pequeñas aldeas. El ambiente es rural a tope. La ruta está bastante bien para ser Laos. Nuestro conductor es prudente, cosa extraña. 

Cuando noto que estamos por llegar, las personas se van bajando y yo quedo para el final. Los últimos tres kilómetros de entrada al puerto son más baches que ruta y todo es polvo, el songtaew se convierte en una coctelera.

El pueblo se llama Naka Sang y es donde he de coger el barco a las islas. Me acerco al embarcadero y cuando pido ticket para ir a Don Konh, me lo venden al precio estipulado, por una vez! Son 20.000 kips. Y me dicen que me siente, que tienen que juntar más personas. Ahora sí me toca esperar, al menos me han avisado. 

Dejo la mochila y me voy a caminar por el borde del río contemplando la gran cantidad de islas, islotes y vegetación que emerge de sus aguas. El Mekong no defrauda, su agua sigue siendo color chocolate y la corriente, aunque constante, también traicionera.

El paisaje es precioso y el ambiente es mucho más sereno. Es como estar en otra dimensión. Sólo se siente el ritmo de la naturaleza.

Un poco lo de siempre, la gente se sorprende de verte y los niños tímidamente se acercan a saludarte y que les choques las manos. Un señor mayor, agachado en la clásica posición asiática, está cortando madera y preparando lo que parece un panel lateral para cubrir el espacio donde está. Me pide que le saque una foto y después quiere verla. Les hace mucha gracia verse en la cámara.

Después de un mini paseo, regreso a ver si hay más personas y veo que una barquita está por salir, me apuro y pregunto. Deciden subirme aunque los demás no van al mismo sitio que yo. Es que hay dos islas que son las más conocidas, Don Det y Don Khon. Yo he elegido ir a la segunda que según los comentarios es la más tranquila.

De nuevo estoy arriba del Mekong, cruzando otra de sus particularidades. Aquí el río se abre en numerosos brazos, como si fuera un delta pero sin salir al mar y genera tantas islas que por eso le llaman las 4.000 islas. En lao es Si Phan Don. 

Pasamos primero por Don Det y luego vamos a la otra isla, recorriendo toda la ribera Este de Don Det, plagada de bungalows, uno junto al otro. Don Kon también tiene bungalows dispuestos de la misma manera, con terrazas y restaurantes que balconean al río.


Me dejan en un embarcadero que no resulta ser el más central. Pero es todo tan pequeño que no importa mucho. Me pongo a trabajar y busco el alojamiento. Hay muchos, de precios variados. Me quedo en uno que es muy correcto y limpio, aunque no da al río. Creo que es mejor para evitar un poco los mosquitos. Éste igual tiene tela mosquitera sobre la cama y con el ventilador encendido la verdad es que no he tenido molestias de esos bichitos toca narices.

Estoy cansada y no me apetece hacer mucha cosa. Creo que tanto movimiento empieza a pasarme factura. Son tantos los estímulos y la oferta de lugares para visitar, que me debato entre descansar un poco y tomármelo con más calma y las ganas de hacerlo todo.  

Todo y que creo que lo estoy haciendo pausadamente, mi cuerpo empieza a avisarme de que no es tan así. Hoy hace mucho calor y el sol arde. Camino un poco pero me doy cuenta que necesito sentarme, así que elijo un restaurante con linda terraza sobre el Mekong y paso varias horas allí. 


Como en mi ciudad natal, aquí también se impone la siesta. 

Tipo tres, comida y descansada, me voy hacia una de las cascadas. Ahora sí que llego. Calculé el tiempo para estar a la hora de la puesta del sol, pero apenas entro en el recinto (éstas son de pago), se nubla. Y aunque esperé, el sol no me regaló ninguno de sus rayitos. 

Así que disfruté del sonido del agua contra las rocas y de la brisa entre los árboles. Es un sitio bonito, preparado para pasar el día allí si te apetece. Hay un restaurante, unos bungalows abiertos de uso libre y una pequeñísima playa de arena limosa.

Visto que el sol ya no quería aparecer y que las nubes se iban poniendo cada vez más grises, emprendí la vuelta porque tenía al menos media hora de caminata hasta mi habitación.

Ducha mediante, terminé el día en una de las terrazas sobre el río, con el consabido plato de arroz. En estos pagos la oferta culinaria es muy acotada. 

El Laos profundo (casi el único que existe)

Mientras cruzaba de norte a sur el país, rural en todos los sentidos, no podía dejar de pensar en la cantidad de mails que estos días están entrando en mi bandeja, con las innumerables ofertas de miles de empresas por el espantoso Black Friday, que encima ni nos pertenece.  

Estoy en un lugar que es la antítesis de aquello, de lo nuestro. 

En Laos, la economía para la mayor parte de la población, es de subsistencia. Las familias viven de lo que cada una puede producir y la mayoría de las veces es realmente muy poco. He visto mujeres que en el mercado venden apenas un puñado de verduras o ramitas de especies, como si ése fuese su único patrimonio. Y seguramente lo sea.

Aquí no hay visa, ni mastercad, ni cuentas bancarias, ni seguros, ni hipotecas. Los servicios y las infraestructuras son muy básicos, elementales diría yo. Bombillas de bajísimo consumo, agua potable si, pero no en todos lados, televisión sólo a veces, internet, cuando hay, es muy lento, y sistema de evacuación desconocido, cuando no es directamente al río o al campo.

Mientras recorro en la moto, a mi aire, observando esta realidad tan distinta a la mía, no puedo dejar de pensar, de analizar, de comparar. Intento no juzgar pero me es difícil. Me digo que todo tiene su pro y su contra. Pero estoy convencida de que los extremos nunca son buenos. Ni por exceso ni por defecto. 

Vengo de un entorno donde en teoría todo es posible y todo está encaminado a defender nuestra «libertad», siempre que cumplas unas normas y seas obediente. Ahora estoy en un entorno donde practicamente no hay normas, más que las básicas. Al menos yo, me siento más libre aquí.

Miro a los niños, hay cantidad de ellos, por todos lados. Ya desde muy pequeños se mueven solitos. Siempre sonrientes, sólo a veces te miran serios pero hasta que les sonríes tú. No desconfían. No se aburren. Todo los motiva a jugar y se sorprenden con los que les rodea.

Saben que tienen que aprovechar su más tierna infancia para ser sólo niños, porque en cuanto crecen un poquito se transforman en ayuda para sus padres. He visto niños de menos de diez añitos, conduciendo motos o llevando barquitas solos.
 

Laos es un país interior, no tiene mar. Sólo tiene el maravilloso Mekong, hoy monopolizado por China con sus grandes represas. El tráfico fluvial de antaño ahora está suplantado por el terrestre, de ínfima calidad, tanto en infraestructuras como en medios de transporte.

No hay ferrocarril. Las carreteras son muy pocas, en estado muy precario por momentos. Ahora es la época seca, pero en época de monzones muchos tramos se convierten en verdaderos barrizales. Y los conductores las utilizan como una carrera de obstáculos, transformando los dos escasos carriles en tres o más, según la cantidad de vehículos. Vamos, que no te aburres.

Y lo de dormir en el bus es tarea casi imposible, no sólo por la cantidad de saltos debido a los baches sino porque a los chóferes les encanta pitar por todo, es su manera de anunciarse a medida que avanzan su camino. Es el único momento en que tienen prisa, mientras conducen, aunque no creo que sea tanto por tener que cumplir un horario sino por la adrenalina que les produce (y que nos producen).

Si no, en general todos son muy tranquilos, nada más que un volante los incita a algo de estrés.

El horario es un concepto totalmente subjetivo. La salida hacia algún sitio, en general está condicionada a que el medio de transporte se llene de personas y no a lo que dicta un reloj. Y la llegada al destino queda en manos de los deseos y voluntades de tu chófer. Por ejemplo, si le apetece comer mandarinas, pues él se detiene en el puesto junto a la calle y hasta que no elige las mandarinas más dulces, no se continúa la marcha. Todo tiene otro ritmo, muy diferente al nuestro.

El día comienza con el amanecer y acaba con el atardecer. El sol apreta entre las once de la mañana y las dos de la tarde. Están muy sincronizados con la naturaleza, es su medio de vida y son consecuentes con él. A las seis de la mañana ya es de día y los niños a las siete están en el cole. A las cinco treinta es la puesta de sol, mi único horario fijo mientras viajo.

En la carretera de Luang Praban a Vang Vieng he visto cómo comienzan a aparecer canteras, grandes huecos en la montaña, de los que imagino que sacan más bien tierras para hacer ladrillos, ya que no creo que haya piedras, ni maquinaria para trabajarla. El terreno es muy arenoso, de colores terracotta y rojos. También se ven algunas pocas máquinas de construcción civil y pareciera que están mejorando la carretera o ampliándola, sobre todo en las partes de curvas más cerradas.

Ya hay mucha chapa de uralita que va suplantando los techos de bambú y el ladrillo y el hormigón se están abriendo paso. De hecho, al salir de Vang Vieng pasamos por dos grandes empresas cementeras. El progreso está llegando!

Laos es un país donde todo está por hacerse. Lamentablemente no veo que haya planificación alguna. Es una pena, porque tienen una naturaleza maravillosa que es su mayor valor y pareciera que no saben cuidarla. Junto con el cemento también ha llegado el plástico y éste va cogiendo protagonismo por todos los sitios, ensuciando el paisaje. 

El turismo, esto que tanto nos gusta a los occidentales, chinos y japoneses, también está haciendo estragos. Indudablemente es una gran fuente de ingresos pero también sin planificación ni orden alguno. En vez de potenciar la cultura local, los artes y oficios propios, todo se va perdiendo de cara al turista y sus gustos. Así podemos encontrar gran cantidad de carritos que te ofrecen baguettes en Luang Prabang y más al sur también.

Se potencia el turismo de masas, de diversión alcohólica y de maltrato animal. Lo que en Argentina llamamos viveza criolla, aquí está al orden del día. Se trata de embaucar al turista, da igual si viajas con intenciones culturales, fines naturales o de pura marcheta.

Claro que como decíamos con algunos compañeros de viaje, los elefantes seguirán siendo tratados como burros de carga o los locales seguirán vendiendo cerveza a destajo con música a todo volumen, mientras nosotros los turistas sigamos consumiendo esos “productos”.

Yo me he sentido como “muchos dólares” con patas. Creen que porque eres turista, eres rico. Sin duda que tenemos más posibilidades que ellos de viajar, pero no todos viajamos con los mismos objetivos. A los laosianos les da igual. Sólo quieren que les compres.

Nunca sabes cuál es el precio real de nada. La comida está estandarizada en valores muy similares en todos los sitios. Por supuesto no son sus propios valores sino los del turista. Y en ese ámbito has de pasar por el aro.

Las artesanías de los mercados están sobrevaloradas a precio de escándalo, para que les regatees. Ellos mismos te piden que regatees. He llegado a pagar la cuarta o quinta parte de lo que me pedían inicialmente y porque no continué regateando. A mí se me hace agotadora esa faena.

Claro que si sales del circuito tópico y típico turístico, la historia cambia. Pero igual cuando te ven extranjero (y eso no podemos disimularlo) te cobran según sus ganas y tu cara.

Cierto es que yo no he salido prácticamente nada de ese circuito. Por suerte mi amigo Saúl que está recorriendo el norte del país en bici, me hace llegar otra versión de este pueblo. La suya es una versión más real y auténtica. Él si entra en contacto con las gentes de verdad, las que no están esperando que llegue el turista. Pero yo he elegido un viaje algo más cómodo y es el que pasa por la ruta más turística.

En fin, que aquello que leí en tantos blogs donde hablaban de la generosidad y gentileza de los laosianos, yo casi no la he vivido. Más bien me he sentido una “turista objeto”.

En Laos tampoco existen las medidas de seguridad. Carreteras altísimas de curvas extremas, como la de Vang Vieng, sin arcenes ni guardaraíles de ningun tipo. Terrazas de miradores sin barandilla alguna. Barcos sin salvavidas. Motoristas sin casco. Y así podría enumerar infinitos casos más.

Esa falta de límites es lo que me permitió moverme libremente dentro del barco sobre el Mekong e incluso ir sentada en el borde de la ventanilla con medio cuerpo fuera del barco. Imposible encontrar esta situación en nuestra Europa cada vez más atestada de normas y prohibiciones. Aquí, la seguridad corre por cuenta de cada uno, no por una compañía que te cobra cada año y cuando la necesitas hay una letra pequeña que justo ese item no lo cubre.

De la misma manera, las señales de tráfico son casi inexistentes. Nunca me han pedido el carnet de conducir, ni para alquilar las motos ni mucho menos porque me parara un policía. Ponerte o no el casco es decisión personal. Sólo tú puedes hacerte cargo de ti mismo.

Y en la medida que tú te cuidas, cuidas a los demás.

Dicen que no se respeta al peatón, que cruzar una calle es cosa de locos. Yo he comprobado que no es así. Lo importante es que cruces a un mismo ritmo, entonces ellos te esquivan, tanto motos como coches. Lo que no se respeta es la senda peatonal, aquí los códigos son otros. Un coche intentará no frenarse pero hará todo por esquivarte. O sea, que no es una cosa de locos sino de valientes. Sólo has de animarte a poner un pie en la calle y continuar caminando, pero no corras.

Cada día es una experiencia nueva. Cada lugar tiene lo suyo propio. Me siento muy afortunada de poder vivirlos aquí y ahora.

Paksong y el Laos rural

Viernes 25 de noviembre de 2.016

Hoy salgo decidida a ir hasta alguna de las cascadas. He cruzado casi todo Laos y no he visto ninguna aún. En cada ciudad o pueblo donde he estado, las ofertas de excursiones siempre ofrecen visitas a cascadas de agua en la montaña.

Yo me he entretenido más en las ciudades y pueblos. Salvo la de ayer, casi no he hecho excursiones fuera de la ciudad. Así que ya que he decidido tener la moto los dos días, hoy toca “water fall”.

El día está hermoso, hay sol pero no hace calor y hay muchas nubes gordas que hacen un cielo voluptuoso y contrastado. De nuevo subo a la moto y siento la libertad.

Paso por la estación sur de autobuses para ver de sacar pasaje para mañana. Es un caos, literal. Averiguo lo que me interesa que son los horarios. Puedo ir en autobús o en songhtaew (la camioneta, aquí en Laos más bien es un camión). Lo dejo librado a mañana, según mis ganas y disponibilidad.

Sigo hacia Paksong, hacia la montaña y las cascadas.

Apenas salgo de la ciudad, el paisaje cambia radicalmente. Es el Laos rural, el que ocupa el mayor porcentaje de superficie del país. Por momentos sólo se ve el campo y en otros, un grupo de casas acompañan la carretera por ambos lados. Casas pequeñas, en general de madera y bambú, aunque el ladrillo y el cemento comienzan a verse.

Todas sobre pilotes, separadas de la tierra o unos pocos centímetros o la altura de una planta baja. Debajo, cuando el espacio lo permite, está la tienda o el taller de trabajo.

En este recorrido he visto herreros, que muestran orgullosos sus cuchillos y herramientas de trabajo, colocadas en forma vertical y amarradas a una caña, sobre un quiosquito junto a la calle. También he visto alfareras, que con gran maestría y oficio hacen todo tipo de recipientes en caña o mimbre. Me encantan los que se usan para hacer el arroz al vapor y también los pequeños en los que te sirven el sticky rice. Me llevaría uno de cada uno.

Por la carretera me cruzo de todo un poco. Desde autobuses, vans, camionetas último modelo de cristales oscuros, pocos coches, muchas motos, songtaews, motos con carrito de comida y techo, moto con carrito para llevar personas o carga (tipo sidecar), hasta algo parecido a un tractor. En realidad tiene el motor, las ruedas y la trompa de un tractor, pero hacia atrás sale, desde el motor, un largo manubrio que el conductor coge con sus dos manos, como una moto. Detrás de ese eje, se cuelga un carrito de madera con el asiento del conductor delante y un receptáculo detrás de él en el que pueden ir personas, mercadería o todo junto. Es como los que se usaban antes en el campo, tirados por caballos o bueyes pero ahora llevan caballos de ingeniería.

Cada tanto, una escuela primaria. Hay bastantes en esta zona y en general las he visto durante todo mi recorrido. Tienen la misma tipología: una entrada marcada por un portal y el nombre en un cartel, color azul. Detrás se ve un gran recinto verde, no llega a ser jardín, es un espacio abierto con tierra y el verde propio del terreno, nada artificial. Aquí es donde los niños juegan en el patio. Al fondo, el edificio de las aulas. Siempre es un edificio alargado con techo a dos aguas que limita el patio. Es bonito ver a los niños cuando están jugando allí.

Templos hay pocos, aunque me cruzo con algunos. Son muy modestos y creo que he visto el más simple de todos. Apenas es una construcción de madera, sobreelevada de la tierra, sin pinturas ni dorados. Por no haber, ni siquiera hay imágenes. Sólo veo algunos aprendices de monjes y sus telas color naranja colgadas de las ventanas y en el jardín.

Muchos puestos de frutas a banda y banda del camino. Saliendo de Pakse son toneladas de sandías, más adelante llegan las bananas y luego los durian y piñas.(sigo sin probar el durian)

El día continúa precioso y las nubes siguen decorando el cielo con sus formas regordetas.

Sin darme cuenta me paso los desvíos a las cascadas y llego al pueblo de Paksong. Me encuentro un mercado y no puedo evitarlo, me paro y bajo a recorrerlo. Busco alguna cosita para desayunar mientras hago muchas fotos. Pruebo unos pastelitos fritos con sésamo y otro al vapor que dentro tiene algo de carne. No están mal.

Me da pereza volverme hacia las cascadas. En definitiva, no son mi pasión y ya veré las del Mekong en unos días, que ésas si me motivan. Continúo un poco más por la carretera hasta encontrar unas plantaciones de café. Es zona de muy buen café. Más atrás había cruzado la fábrica, es bastante grande. Se trata del Lao Café.

Me detengo en un mirador de los cultivos donde también puedes saborear su café.

Cuando estaba llegando, de nuevo mi memoria se fue al pasado. El camino me recordaba algo pero no sabía bien qué. Se trataba de mi Mendoza natal y más concretamente de Barreal, el sito donde íbamos de pequeños porque mi padre se ocupaba de los campos de la empresa. En aquel caso eran cultivos de menta y de hortalizas, los de hoy son de café. Pero el paisaje de campo cultivado, ordenado, con sus surcos de regadío y canales laterales, me recordaron aquellas fincas.

Vivimos en un eterno presente.

Estuve un buen rato allí disfrutando de las vistas, sintiendo el viento y recordando a la vez que grababa en mi memoria estas nuevas escenas.

Volví más lentamente, deteniéndome en los detalles que me habían gustado para fotografiarlos.

Antes de devolver la moto , me voy a otro barco restaurante sobre el río a esperar y disfrutar del atardecer. Fin de un día de paseo por el campo.

Pakse y Champasak

Jueves 24 de noviembre de 2.016

El viaje en sleepbus ha sido bueno, no iba rápido y dormí bastante a pesar del traqueteo. Me despierto cuando está amaneciendo y veo un paisaje llano, salpicado de árboles y arbustos separados entre sí.

Algo parecido a una sabana, pero sin jirafas ni cebras. La luz se me hace de color ámbar y da una tonalidad de película a todo el conjunto. Cuando abro bien los ojos, me doy cuenta que en realidad es un filtro que tiene el cristal de la ventanilla. Es más bonito asi.

Disfruto de ese paisaje alrededor de hora y media hasta que el autobús me deja en Pakse, al Sur de Laos. Hoy me siento mucho mejor.

Al igual que en Vang Vieng, no tengo ningún alojamiento reservado. Creo que ésta será mi dinámica a partir de ahora. Es cierto que es fácil encontrar dónde dormir. Y dónde comer también. En países donde lo básico es lo urgente, no falta cobijo ni alimento, sobre todo para los turistas. Otra cosa es el pueblo local.

Al llegar nos esperan tuks tuks para llevarnos al centro pero yo elijo caminar. Me dirijo hacia el Mekong y busco algo en su ribera. Pero hay pocos alojamientos y los que hay me piden más de 60 dólares. Me parece demasiado.

Al final de cuentas, o te metes en un hotelazo o cualquier hotelito es muy similar a una guesthouse o hostel, con lo cual no vale la pena pagar ese dinero. Decido seguir buscando. Es temprano y aún no hace mucho calor. Pero las mochilas me pesan. He ido cargándome con souvenirs varios. En algún momento tendré que soltar algo de lastre. De momento creo que he traído el equipaje necesario pero también tengo algunos “por si acaso” que me sobran.

Llego a una guesthouse con buena pinta pero no les queda habitación individual. Empiezo a estar cansada de caminar cargando peso. En la siguiente me quedo, por suerte está bien. Sólo que cuando voy a ducharme no hay agua caliente, pero me cambian de habitación, todo ok, muy normalito.

Cuando miro mi ubicación veo que estoy a cien metros del consulado vietnamita. Me acerco para preguntar por la visa. No había nadie más que yo. Me piden 50 dólares si espero tres días y si no me cobran 10 dólares más. Es un despropósito, me voy de nuevo sin la visa. Parece que tengo que hacerla en Camboya.

Alquilo una moto para ir a dar una vuelta fuera de la ciudad. Al subirme en ella recuerdo y vuelvo a sentir la sensación de libertad en mi cuerpo y alma. No me había dado cuenta hasta ahora de lo pesado que se me han hecho estos dos días de recorrido en autobuses, desde que salí de Luang Prabang.

Pongo rumbo hacia el sur, hacia un pueblo llamado Champasak. Cruzo el Mekong por un gran puente y luego el camino discurre paralelo al río. Comienza a apretar el sol pero en la moto siento la brisa de la velocidad, escueta, sólo 50km/hora.


El entorno es totalmente rural una vez salida de la ciudad. A un lado el río y pequeños grupos de casas aisladas y al otro, una cadena montañosa alta recubierta de verde.



En el camino me llaman la atención un par de iglesias cristianas y dos cementerios también con crucifijos. Es raro verlos en este lugar. Imagino que son de la época de la colonia.

En esta zona no abundan los templos como en Luang Prabang. Aquí todo es mucho más sencillo, dominantemente humilde.

Champasak es como una aldea de casitas de madera, simpático pero nada trascendente. Un poco más allá están las ruinas de un primo pobre de Angkor Wat. Voy hacia allí pero al llegar es mediodía y el sol parte la tierra. Me da mucha pereza caminar bajo el sol radiante con riesgo real de insolarme, así que dejo pendiente esa visita (ya iré a ver a su primo rico).

Entre una cosa y otra llevo unos 40km andados. Al regresar entro en un resort de nivel que vi cuando venía de camino. Es un sitio precioso, exactamente junto al río y delante de un grupo de rocas muy redondeadas por la erosión de las corrientes del Mekong.


Dentro hay un conjunto de bungalows de construcción reciente y maciza, rodeados de jardines hermosos con césped, palmeras y orquídeas por doquier. Pregunto por el restaurante y para mi placer está delante mismo de esas rocas. Sólo pido arroz blanco, hoy me toca hacer bondad. El camarero me mira con cara rara pero le explico que no estoy bien del estómago. Pedí dos raciones de arroz mientras disfrutaba de una apacible tarde leyendo y chateando con mis amores.


Antes del atardecer me dispongo a volver porque no quiero que se me haga de noche en la ruta. Igual el cielo comienza a ponerse gris de repente y en nada y menos comienza a caer un buen chapuzón. Al principio me hace gracia conducir bajo la lluvia en semejante paisaje. Pero tuve que detenerme cuando la lluvia empezó a caer con más fuerza porque me pinchaba mucho en la cara, incluso me dolía. Paré en el mismo cobertizo donde había una parejita de jóvenes turistas como yo. Fue sólo un ratito.


Estuve tan a gusto con mi paseo en moto que decido quedarme un día más así mañana hago otro paseo y voy a alguna de las tantas caídas de agua que hay en la zona.

Busco algún sitio bonito donde ver el atardecer y encuentro un restaurante sobre una balsa en el río. Allí me quedo hasta que se hace de noche.

Hoy he disfrutado de mi libertad a tope, me siento feliz.

Hacia el Sur de Laos

Miércoles 23 de noviembre de 2.016

Estoy en la estación sur de autobuses de Vientián. Se supone que voy a subir en un sleeping bus que me debería llevar hasta Pakse, al sur del país. Son como diez horas de trayecto. Tendríamos que salir a las 20:30hs, dentro de cuarenta y cinco minutos. 


El día comenzó sereno, con un amanecer precioso en el jardín de los bungalows junto al río, en Vang Vieng. Aproveché para levantarme muy tranquila y hacer esas cosas que tenía pendientes desde hace días, tan básicas como la manicura. La verdad es que no me apetecía salir de excursión a ver cascadas de agua y los paisajes ya los voy disfrutando durante los recorridos. Cruzar Laos son más de mil km, o sea que no será por falta de paisajes.


Armé la mochila, la dejé en la recepción (que no era más que un tingladito de bambú, en la orilla del río) y el chico que estaba allí, me dijo que no me preocupara que él estaría toda la mañana allí. Así que dejé mi petate, ejercitando ahora la confianza, la fe en que todos somos buenas personas y que nadie se llevará lo que no le pertenece. On verá!

Me fui a buscar el pasaje para ir a Pakse. Después de la experiencia de ayer en autobús regular de línea, esta vez preferiría probar la van o minibus. Me entero que si o si tengo que ir hasta Vientián y una vez allí cambiar a un autobus nocturno.  

Los buses regulares te dejan en la estación norte y luego has de coger un tuk tuk hasta la estación sur. Como no sé los horarios del sleeping bus y no quisiera quedarme varada en Vientián, elijo ir a una agencia y comprar el trayecto completo. Además pienso que entre los dos autobuses más el tuk tuk, la diferencia de precio no debe ser mucha respecto de la agencia. Al menos en Luang Prabang lo pude comprobar, bus más taxi no fue muy inferior a la van, sólo 15.000 kips (casi dos euros). 

En todas las agencias el precio era el mismo pero en la única que encontré a alguien que me atendiera a esa hora (10:00 de la mañana) el precio era un pelín más bajo. O sea que ya tengo la pauta de que alguna comisión se quedan. Todo sea por un mejor servicio (eso pensaríamos en Europa). 

Pago 180.000 kips para que un minibus me recoja a las 13:30 hs. y me lleve hasta Vientián. Allí llegaríamos a las 17:00 aprox. y el sleeping bus saldría a las 19:00 para llegar a Pakse a las 6:00 de la mañana. 

Con sólo un recibo en mano y otra buena dosis de confianza, me voy a desayunar al mismo sitio donde cené anoche, que tenía buen internet, el Green Restaurant, muy recomendable. Me paso la mañana leyendo y buscando info para mis próximos pasos, el sur de Laos y luego Camboya. 

Me encantaría hacer otro recorrido en barco por el Mekong y he leído que hay uno entre la capital de Camboya y la de Vietnam. Yupi! Espero poder hacerlo. 

Pido algo de comer y me tiento con un pescadito. Exquisito! Y por cuatro euritos. Es un pez de río evidentemente y se parece mucho a una dorada en su forma, aunque de sabor es más suave y su textura muy similar. 


Amaneció fresco pero a las once empezó a pegar el sol y el calor. Tengo que ir a buscar mi mochila a la otra orilla del río, cruzando un muy pintoresco puente de bambú y madera, que no llega al metro de ancho y sobre el que pasan motos y peatones. El sol está bravo. Lo más lógico era que el chico no estuviera y no estaba. Así que mi mochila yacía bajo su mesa al alcance de cualquiera. Primera prueba de confianza superada. 


Vuelvo al puente, cual Equeco, pero agrego otro detalle. Ya que voy cargando un paraguas conmigo por todo el sudeste asiático, decido usarlo como hacen aquí, es decir, de parasol. Un Equeco con parasol no había visto hasta ahora. Eso sí, sobre un fotogénico puente sobre el río Nam…. imaginan la escena? 

El minibus llega puntual y se llena enseguida. De más está decir que el tamaño de los asientos en estos países tienen un diseño ergonómico de acuerdo al tamaño de su población. Recuerdan que yo me siento alta aquí? Pues deduzcan el tamaño. 

Todo esto para contarles que a mi lado se sientan dos metros de un joven holandés, que anoche se debe haber pegado una buena juerga y se duerme ipso facto. Entre las innumerables curvas del camino, una cantidad infinita de baches y la conducción temeraria de nuestro chofer, ese robusto cuerpo inerte debido a la dormilona que lleva, no hace otra cosa que aprisionarme contra la ventana del minibus. Por un rato lo aguanto, pero al final lo despierto y le hago señas de que se haga cargo de su cuerpecito. Me da una pequeñísima tregua hasta que vuelve a dormirse. Sigo aguantando el peso de este trasnochado. Qué remedio!  

A medio camino hay una parada hidraúlica y para abastecerse de alimentos quien lo desee. Aprovecho ambas cosas. El paisaje no es tan bonito como el de ayer. Hay montañas pero mucho más bajitas y redondeadas, también cubiertas de verde. Es una zona más plana y de carácter rural. Veo los primeros campos de arrozales, que en esta época ya están de color amarillo. 

Y justo en este momento que voy tan apretada entre la ventanilla y la mole a mi lado, a mis intestinos se les da por quejarse. Será el apretuje? Será ese pescadito que me pareció exquisito a mediodía? Será la sumatoria de días sin vaciarlos? El hecho es que la situación se torna muy incómoda. 

Calculo que falta muy poco para llegar así que empiezo con lo que sé de concentración mental. La entrada a Vientián es muy lenta, hay muchísimo tráfico. En fin, voy a ahorrarme los detalles y sólo os digo que en un momento pegué el grito al chofer de que necesitaba un toilet right now, a lo cual contestó que ni hablar del peluquín. Agua y ajo de nuevo. Yo ya estoy entregada. Después que no digan que no avisé. 

Para entonces, todo el minibus enterado de mi urgencia. Una chica laosiana, que iba con un bebé, se da vuelta y me dice que faltan dos minutos sólo. En mi desesperación, digo en mi mejor castellano que no aguanto más. Al fin el minibus se detiene y salgo como un torpedo (valga la redundancia) y me meto en lo primero que encuentro, un restaurante. Se me acerca una dependienta y le digo que después del baño hablamos.  

Antes de salir de Barcelona, una personita me dijo: alguna cagarrina vas a coger. Pues touché! 

Cuando puedo volver a pensar, voy hacia el minibus a recoger mi mochila y me doy cuenta que no nos ha dejado en la estación del sur como me habían dicho, sino en la oficina de la agencia. Toca esperar otra vez hasta que venga una van que nos llevará a la estación. Me acerco al mostrador y muestro el recibo que me dieron esta mañana. El chico lo mira, mira su planilla y no me encuentra. Vamos cada vez mejor. 

Me digo, confía, todo irá bien. Hoy claramente me toca ejercitar la confianza. Y la paciencia, siempre! 

A todos los demás pasajeros les cambia su recibo por un ticket del sleeping bus. A mi me dice que está esperando una llamada para que me asignen asiento. Por suerte, suena el teléfono con la buena nueva. 

Vuelvo al restaurante a comprarles algo en señal de agradecimiento por dejarme entrar cual bólido a sus servicios. Compro un bocadillo para el viaje y un té para calentar mis tripas. Mi amigo médico chino siempre me dice que los intestinos mejor que estén calentitos. El té es lo único que me entra. Guardo el bocadillo para el desayuno. 

Me da cierto pudor cruzarme con la mirada de mis compañeros de viaje. Ellos no saben de la que se salvaron, porque estuve a punto de hacer el numerito. Ahora me siento mejor, espero que la noche sea tranquila. 

Llega la van y no entro en ella. Soy la última. Me dicen que espere la siguiente. Miro el reloj y hay tiempo de sobra, recién son las seis y dicen que el sleeping bus sale a las 8:30. No era a las 7:00? Así va todo por estos pagos. 

Cuando iba en el minibus más temprano, pensaba que no me había tocado el clásico karaoke del que tanto me han hablado. Quizás en Laos no lo escuchan. Pero tú pides al universo y él te da. En la segunda van, va un joven chofer y un acompañante de la empresa a su lado. Como voy sola, me siento justo detrás de ellos, en medio de los tres asientos. Veo en la parte delantera de la van una pequeña pantalla, et voilá le karaoke! 

Los dos jóvenes van encantados cantando su karaoke. El tráfico es terrible. Vientián parece una ciudad grande. Miro por las ventanas todo lo que puedo, pero ya es de noche. Igual es un pequeño night tour. Pasamos al lado de un arco de triunfo que parece es una de las pocas cosas a ver en Vientián, así que lo doy por visto. Nada trascendente. 

Y las imágenes de la pantalla, que es lo único que puedo entender, cuentan las historias universales de amor, traición y desamor, acompañadas de melodías empalagosas. 

Al llegar a la estación del sur, aún falta hora y media para que salga el bus. Al final, en tiempo no creo que haya ganado ni un minuto respecto si hubiese venido en autobús regular de línea. Me pongo a escribir estas líneas, previo hacer alguna foto de los autobuses, que más bien parecen calecitas de feria. 

Y si, se llaman sleeping bus, porque tienen camas (del mismo tamaño ergonómico del que os hablé). A mi ya me está bien. Por suerte no me toca al lado el holandés de dos metros. Creo que los asientos los asignan por sexo, de ahí la llamada de teléfono para que asignaran el mio. A mi lado va una joven laosiana de mi altura más menos. 


Ay, me viene un súbito recuerdo de cuando viajaba en autobús de Catriel a Mendoza. Qué sensación más rara! Vuelvo a transportarme en el espacio-tiempo. Hace muchísimo que no me subía a un autobús nocturno.  

Espero que sean buenas noches (etuve astuta y agarré mis tapones de oídos, ya se escucha a uno roncar). Mañana les cuento. 

Camino a Vang Vieng

Martes 22 de noviembre de 2.016

Llega el momento de la despedida. Hoy todos nos vamos de Luang Prabang con rumbos diferentes. Los chicos se van al norte, Mariana en bus y Saúl en su bici. Yo salgo pronto a coger mi autobús hacia Vang Vieng.

Creo que de alguna manera cada cual disimula su tristeza por despedirnos. Pero todos tenemos la certeza de que volveremos a vernos, de hecho con Saúl nos encontraremos en Vietnam y Mariana irá a Barcelona en verano. Eso ayuda a decir adiós y desearnos buena ruta. 

Por un despiste, llego bastante pronto a la estación de autobuses. Hay una tele encendida y dan las noticias. No es que me interesen, además no entiendo nada de lo que dicen, pero se me impone las imágenes de militares dirigiéndose a los espectadores. Me recuerda mi infancia y la dictadura argentina.  


Aprovecho a hacer otra foto con los diferentes tipos de vehículos de transporte. 


Por interpretar un cartel de la estación según mi lógica personal, deduje que el viaje duraría hora y media. Para mi sorpresa fueron seis horas y sólo 180km. Por suerte la ruta era preciosa, entre medio de montañas bastante altas y con una vegetación impresionante. Carretera de curvas, contracurvas y más curvas, por momentos en la parte más alta de las montañas, así que las vistas eran espectaculares. 




De nuevo aparece la referencia a tiempos pasados, cuando cruzaba la cordillera entre Argentina y Chile, no sólo por el tipo de ruta sin arcén, ni guardarail y con más baches que pavimento, sino por la maestría (por no decir arrogancia) del conductor, cuya conducción no era temeraria, sino lo siguiente. Con tocar la bocina él ya se consideraba dueño de la carretera y que todo y todos debían apartarse de su camino, fuera un vehículo, una moto, una vaca, un perro, una gallina o mismo un niño, en el mismo sentido e incluso en el contrario. 

Anochece cuando estamos llegando y me dirijo a unos bungalows del otro lado del río, que había visto previamente por internet. Muchas personas recomendaban más esa zona que en el centro del pueblo. No busco demasiado y me quedo en los primeros que veo que están bien de precio. Para llegar al otro lado cruzo un pequeño puente de bambú y masera por el que también pasan las motos, en escaso un metro de ancho en total. Todos están más que acostumbrados. 



Salgo a cenar y recorro el pueblo a pie. Es pequeñito y la verdad que sin ningún encanto. Parece que todo lo interesante está en los alrededores. Ceno en un restaurante familiar, que balconea sobre el río y está muy bien. Se llama Green Restaurant. 

Mañana por la mañana decidiré qué excursión hago. Hoy me voy a la cucha pronto.

Luang Prabang

Sábado 19 al lunes 21 de noviembre de2.016

Ciudad bonita! Ésta sí que tiene encanto. No sé si como dicen los blogs y guías, es la más bonita del sudeste asiático, pero si es la más linda de las que he visitado hasta el momento. Por algo la han nombrado patrimonio de la humanidad.


Inmediatamente se nota la influencia de la colonia francesa aunque la ciudad tiene un estilo propio. Casas de una o dos plantas, la mayoría de madera, con techos a dos o varias aguas, balcones perimetrales, muy pintorescas todas ellas. 




Durante los tres días que estuve allí me dediqué a recorrerla caminando y el domingo alquilé bici y fuimos a dar un paseo con Saúl. Cuando pasamos por la estación de autobuses aproveché para sacar mi pasaje hacia el sur. Tres días enteros me parecen un buen período para esta ciudad. Sobre todo porque yo no me dedico a hacer excursiones sino que sólo me quedo descubriendo el lugar donde estoy.  

A mediodía él se volvió al hostel y yo seguí hacia el sur en busca de un sitio donde hacen tejidos a telar con hilos de seda. El sitio era precioso, muy bien arreglado, con un pequeño centro de explicación del oficio, mujeres trabajando en él, otros tomando clases para telar, una pequeña boutique con los tejidos, algunas habitaciones de alquiler y un restaurante muy bonito que daba sobre el río. Pues allí me quedé hasta después del atardecer. 

El día anterior también encontré un lugar hermoso, en la unión del Mekong y el afluente que genera la península de Luang Prabang, y allí me pasé horas leyendo y escribiendo hasta la tarde. Luego me fui al cerro que hay en medio de la ciudad para subir a ver la puesta de sol.  


Lamentablemente no fui la única que tuvo esa idea y estaba a reventar de gente. El problema es que casi no hay sitio arriba. Hay un templo pequeño y no hay mucho espacio alrededor ni en el mirador. Así que la subida de no sé cuántos, pero muchos, escalones, fue un poco decepcionante. El atardecer, en cambio fue inolvidable. 

Fueron días de descanso, de paseos cortos, de relax, de compartir. Por las tardes noche nos encontrábamos los tres en el hostel y salíamos a cenar juntos al night market. Los chicos también se lo tomaron con mucha calma, aprovecharon para ponerse al día con sus cosas de internet y averiguar sobre los destinos siguientes. 

El mercadillo se montaba cada día al caer el sol. En él podías comer pero sobre todo tenías toda la variedad de artesanías que se hacen en el país. Había cosas muy bonitas. Me llamaban mucho la atención los tejidos y los trabajos en ellos. No pude resistir y alguno cargo conmigo ahora. 

Había unas faldas muy lindas. Luego pude ir comprobando que todas las mujeres visten ese tipo de falda. Incluso el uniforme del cole de las niñas lleva ese mismo estilo de falda. Las mujeres en general son muy coquetas, van siempre arregladitas y son muy pequeñas de físico y con buen tipito.
 

El primer día después del barco, acompañé a Saúl muy temprano al consulado de Vietnam. Para él era su objetivo primero y si podía, yo también aprovecharía para sacar la visa, así no lo dejaba para Camboya a último momento. Hicimos tiempo desayunando hasta que se hicieran las 8:00 y nos presentamos en el consulado. Extrañamente no había gente, sólo un guardia. Al acercarnos nos dice que sólo atienden de lunes a viernes. Claro, era sábado! Es fantástico perder la noción del día en que vives. 

Nos fuimos sin visa pero felices de estar fuera del ritmo del mundo conocido. Saúl la tramitó el lunes pero yo no quería quedarme esperando que me la entregaran dos o tres días más y decidí dejarlo para Camboya. Hay cosas que no cambian, la haré a último momento. 

La parte bonita de Luang Prabang invita a recorrerla a pie, como me gusta a mí. Así que creo que no me quedó calle por pisar ni rincón donde no me metiera. Hay muchos templos con aprendices de monje muy jóvenes. Puedes pasearte por ellos y ver el ritmo cotidiano dentro de sus muros, mientras lavan la ropa, preparan la comida, toman clases o simplemente juegan. Me encantó esa parte. Con algunos de los chavalines cruzamos algunas pocas palabras y muchas miradas y risas. Son muy lindos, muy simples! Todo les sorprende y se motivan con muy poco. 



El último día me levanté a las 5:00 de la mañana para ir a ver a los monjes cuando pasan por las calles recogiendo las ofrendas de la gente. Lo primero que me encontré fue el montaje para los turistas: mujeres cargadas de cestas ya preparadas con variados paquetes de comidas para vender a los guiris. Y éstos sentaditos en el borde de la acera esperando a los monjes cada cual con su cesta.  

Ya me estaba arrepintiendo de haber madrugado tanto para ver “eso”. Sin embargo me quedé esperando a ver qué pasaba. Y sí, pasaron los monjes, tan rápido y con caras de aburridos que toda la escena era patética. Me puse a caminar tras de ellos a ver si todo era igual.  

Entonces empecé a ver la movida real. Las mujeres salen de sus casas, bien arregladas, con sus faldas típicas y un pañuelo en diagonal sobre el pecho, haciendo juego con la falda, se arrodillan frente a su casa sobre una estera que colocan en la acera y a su lado tienen un recipiente de mimbre con arroz, una especie de perfumero metálico y una botella o vaso con agua. Esperan a que pasen los monjes. 

Ellos vienen en fila, uno detrás del otro, caminando junto al bordillo de la calle. Son diferentes grupos de monjes, hay muchos. Cuando llegan delante de cada mujer, casi sin detenerse, abren la tapa del recipiente que llevan colgados en diagonal sobre sus hombros y ellas colocan un poco de arroz dentro. Así con cada monje de la fila. 

Cuando terminan de pasar, las mujeres hacen alguna oración y tiran el agua del vaso o jarra mientras siguen balbuceando algo, de forma muy sentida. Fui siguiendo a un grupo de monjes y luego me quedé viendo cómo las mujeres recogían sus cosas y entraban en sus casas. 

Había poca luz y no quería estar como todos los turistas disparando sin cesar mientras corrían detrás de ellos. Recorrí varias calles con ese grupo de monjes hasta que les perdí la pista. Ya había amanecido.

Entonces me puse a caminar y me detuve delante de una casa de madera bonita, color blanco y celeste. Delante estaba su dueña, vestida con colores que combinaban con su casa. Detrás, una puerta entreabierta y la luz incandescente del interior dabe ese típico color amarillo naranja. Me pareció una foto de cuadro. Me arrodillé y empecé a sacarle fotos. La señora estaba charlando con alguien a su lado.  

Cuando se dio cuenta de mi presencia me sonrió como aceptando la situación, o eso entendí yo. Así que me pasé un buen rato sacándole fotos a ella, su casa y toda la escena. Y para mi sorpresa, aún quedaban monjes por pasar. Ella les dio su ofrenda y luego de ese grupo se dispuso a recoger y levantarse. Me quedé allí. Ella tiró el agua en sus plantitas de la entrada de la casa y luego cogió pellizcos de arroz y los fue depositando en grupos de tres por cada puerta de la vivienda. Se despidió con una gran sonrisa y entró en su casa. Esos momentos sí que valieron mi madrugón. 

Alegre y contenta, me fui al borde del río. Eran poco más de las 8:00 y tenía todo el día por delante. En una terraza estaba montado un selfservice para un desayuno, seguramente de un hotel. Efectivamente. Pregunté y por 40.000 kips podía disfrutar de ese mega desayuno y encima junto al Mekong. Insuperable. Me dí un panzón de fruta, huevos revueltos y un par de tazas de té (siempre el mismo, lipton, el único que hay). 

40.000 kips al cambio actual son poco menos de 4,50€. Un batido de frutas, que solía ser mi desayuno habitual, podía costarme 10 o 15.000 kips y un té o café otros 10.000. Con lo cual el desayuno estaba muy en precio para todo lo que ofrecía. Además había yogur, pan, etc, todo muy europeo. Pero lo más lindo era la vista. 

Después de caminar por la parte que me faltaba ver, de ir hasta el puente antiguo de madera y cruzarlo de ida y vuelta, quería cruzar el Mekong y ver la ciudad desde la otra ribera. Por la mañana temprano mientras desayunaba, había visto cómo unas barcas pequeñas cruzaban de un lado al otro y había consultado el precio: 5.000kips por trayecto. Sólo iban personas laosianas. Seguramente del otro lado no había ninguna atracción turística. Eso ya me gustaba. 


Me encontré, sin buscarlo, con el museo Uxo Lao. Mejor dicho, con la sala, porque sólo es una habitación. Y suerte que no más, porque lo que te cuentan y muestran son todas las bombas de la guerra del Vietnam que aún están sin estallar en territorio laosiano. La franja este del país, de norte a sur, está llena de campos repletos de estas bombas.  

Durante la guerra, los americanos lanzaron toneladas y muchas no explotaron, lo cual es una amenaza permanente para sus habitantes. Cantidad de niños y personas mutiladas por este horror. Uxo Laos es uno de los grupos que se dedica a desactivar estas bombas y limpiar los terrenos, pero es un arduo trabajo y costoso, con lo cual pasará tiempo antes de que desaparezcan todas estas amenazas. 

Salí con el corazón estrujado y me dirigí al embarcadero calculando ver la puesta de sol desde el frente. Ir en esa barquita con toda la gente del lugar y ningún otro guiri más que yo, me encantó. Me hizo acordar a los traghetti de Venezia. Iba super cerca del agua y pude mojarme las manos. En la otra orilla me esperaba una rampa de subida bastante empinada. Al llegar arriba, una hilera de puestitos de comida.  

El primero sólo tenía pescaditos a las brasas. Se me hizo agua la boca. Pero dudé, porque el pescado si no es fresco puede caerte mal. Camine hasta el final del mercadillo y me volví a por un pescadito, me había tentado. Eran del tamaño de una dorada y costaban 15.000kips, menos de 2€. 

Como en general, la gente compra y se los lleva, no se queda a comer allí, entre otras cosas porque no son restaurantes, son sólo puestos callejeros. Pero el pescadero enseguida se dio cuenta que yo lo iba a comer enseguida. Me hizo lugar detrás de su puestito, sobre una estera y me puso una mesita pequeña de bambú e improvisó un plato con una hojas de banano. Genial!  

Revolvió entre sus cosas hasta que encontró un par de palillos y me los alcanzó. Como siempre, en el lenguaje internacional de las señas y mímicas. En eso desapareció. Pero yo ya estaba entretenida comiendo mi pescadito, con los dedos claro. Exquisito, fresco, sabroso, estupendo. Y aparece el señor con un paquete de servilletas que había ido a comprarme. Un divino! 

Éstas son las cosas que sólo pasan en países como Laos o Tailandia. 

A 500 metros había un templo, en lo alto de la montaña. Emprendí el camino hacia allí y fui pasando por una especie de aldea, con casitas a ambos lados del camino. Hacía calor y la gente estaba más por la siesta que por otra cosa. 

En el templo no había nadie, ni un monje. Era un templo muy viejo y sencillo, con grietas por todos lados. A mi me gusta mucho cuando encuentro esas construcciones tan simples y siempre encuentro algún ángulo para fotografiarlo. La vista de Luang Prabang era muy linda y empezaba la hora dorada, cuando el sol empieza a caer. Había una mesa en un rincón del jardín y me senté a escribir. Todo era tan relajante que me dio sueño, así que me estiré en el banco y medio me dormí. Estaba sola. 

Al rato escuché algo de ruido y al abrir un ojo veo que era una chica joven que se había sentado en el otro banco con un libro, en silencio. Y lo siguiente fue un pequeño torbellino. Había dejado mi ipad sobre la mesa y de repente siento que alguien se avalanza sobre él. Era un aprendiz de monje, de unos diez añitos. Le dejé trastear el aparato, pero como no tengo música ni videos ni juegos, no había mucho para mostrarle más que fotos.  

No sé de dónde, apareció otro, un pelín más grande. Y ahí estaban los dos riéndose a carcajadas e intentando encontrar algo más en el ipad. Abrieron una aplicación, que ni yo sabía que tenía, que es para hacer fotos de esas distorsionadas. Eso les hizo mucha gracia y a mi también, porque ahora tengo un lindo recuerdo de esas caritas y de ese momento. 

Cuando estaba empezando el atardecer llegó un grupo de turistas. Hora de irse. Además no quería que se me hiciera de noche allí, prefería volver a cruzar el Mekong con el sol en el horizonte. El regreso fue super bonito. 
Después de dos días sobre el barco arriba del Mekong, disfruté de tres hermosos días junto a él en esta maravillosa ciudad, comí sus ricos pescaditos y cargué las pilas con unos atardeceres inigualables. Y todo esto junto al placer de compartir con mis dos nuevos amigos. Gracias Luang Prabang! 


Foto de Saúl Escribano

Travesía por el Mekong

Viernes 18 de noviembre de 2.016

Ayer por la tarde, al llegar a Packbeng había que buscar alojamiento. Los chicos, al igual que yo, no llevábamos nada reservado. Michelle tampoco como casi el resto de gente en el barco. Nos habían dicho que habría lugar para todos pero al ver la cantidad de personas que íbamos en el barco me dio un poco de susto que la búsqueda se nos complicara. 

Saúl salió pronto para recuperar su bici que iba sobre el techo del barco. Mariana encontró su mochila y salió rápido. Yo me demoré más, porque quedé atrapada entre la muchedumbre. 

Al bajar del barco, veo que Mariana está hablando con una mujer que viene a ofrecernos su alojamiento. Miedo me da, visto la experiencia anterior en Chiang Khong. Cuando me acerco a ellas (Michelle se había pegado a Mariana), escucho que Michelle dice: ok, we are three! Y señala a Mariana y a mi. Pero Mariana hablaba con la mujer de otros tres: con Saúl y sin Michelle.  

La Peque me mira con carita de, qué hacemos ahora? Y entre dientes me explica lo que acaba de pasar. Parecía que en ese hostel sólo quedaban tres lugares y no cuatro. Y yo, que tampoco sabía cómo salir de la situación, le digo a Mariana que vamos a verlo y ahí decidimos. Saúl nos seguiría en la bici. No sé en qué momento, pero estábamos las tres arriba de esa camioneta.  

Había un poco de confusión y de prisas, supongo que porque éramos demasiada gente la que bajaba de ese barco. Al llegar al hostel resultó que sí había dos habitaciones dobles, así que los chavales durmieron juntos y yo con Michelle. Empecé a preocuparme de cómo me sacaría de encima a esta mujer. Hicimos un par de bromas al respecto con Mariana. 

Lo estaba pasando tan bien con los chicos que no me apetecía tener a Michelle pegada. Otro ejercicio: poner mis límites y decir no quiero, en manera adecuada. Éste me cuesta más que ejercitar la paciencia. A ver cómo me salgo. 

Las habitaciones son correctas. Nos instalamos, una ducha y con los chicos decimos de ir a cenar juntos. Por suerte Michelle se queda en el hostel. Fue nuestro primer encuentro los tres solos, super bonito. 

Esta mañana teníamos la opción de bajar al embarcadero en la misma camioneta del hostel pero yo me levanto pronto y me voy a desayunar fuera. No tengo ganas de charlar con Michelle y ella me dice que bajará en la camioneta. De los chicos no tengo señales aún y no hemos quedado en nada anoche. 


Camino hasta los puestitos junto al puerto, busco algo para desayunar y compro algo para el barco. Cuando me doy vuelta, la veo a Michelle que viene caminando con su maleta. Qué plomo! Y me invita a ir al barco a acomodarnos y luego ir a desayunar. Y yo sigo sin poder decir que no quiero. 

Me acuerdo de Álex y me pregunto qué es lo que me impide decir que no. Posiblemente sea la Fernanda de siempre, que también prefiere acomodarse en el barco primero y tener todo controlado, por eso no puedo decir”me” no.  

El barco al que nos hacen subir no es el mismo de ayer, éste es bastante más pequeño. Entonces caigo en la cuenta de que no era sólo un barco, sino que hay varios. Lo que pasó es que nosotros ayer salimos en el último barco, por eso no vimos los otros.  

Pienso entonces que si salimos antes hoy, llegaré más temprano a Luang Prabang, donde tampoco tengo alojamiento reservado y me gustaría encontrar algo lindo. Me quedo sentada en el barco, empieza a llenarse y los chicos no aparecen.  

En eso veo a Mariana que está subiendo al barco de al lado y la saludo. El nuestro a punto de salir. Y Mariana que me dice que qué hago ahí. Entonces reacciono y en el último minuto agarro mis mochilas y me cambio de barco con los chicos. Suerte que el impulso a veces me salva! Ya no lo digo por Michelle, sino porque si no me cambiaba de barco seguramente nada hubiera sido igual de bonito de cómo pasó todo estos días. 


Tengo que reconocer que me salió bien el tiro, porque logré desprenderme de Michelle. Ella claramente se quedó en su lugar, creo que no le di ni tiempo de darse cuenta hasta que la saludé desde el otro barco. 

Nuestro barco se demora bastante en salir y somos los últimos. Ya no me importa si tengo reserva o no en Luang Prabang, sé que algo encontraré. Y estoy donde quiero estar, con mis dos jóvenes amiguitos. 


Este segundo día es aún mejor que el primero. El paisaje no cambia demasiado, incluso algunos podrían decir que es monótono, pero en realidad si observas bien, nada es igual. Cada árbol es diferente. Cada remolino del agua también lo es. La naturaleza puede parecer uniforme pero ahí está lo mágico: en el detalle, cada cosa tiene su propia personalidad. Igual pasa con las personas.  

Saúl se va a la proa del barco a fumar. Y al rato lo sigo. Sin duda es el mejor lugar del barco. Justo delante de la cabina de mandos con el Mekong delante nuestro. Somos tres personas y al ratito se llena. También viene Mariana.  

Delante de todo en la proa, hay un pequeño altar, con comida e incienso, tal como se estila en estos lugares. Las personas que coincidimos en ese pequeño espacio somos las más tranquilas del barco. Unos se ponen a leer, otros a meditar y yo a contemplar. Los borrachines gritones quedan al fondo de todo. Hemos encontrado un equilibrio. 

Desde ayer, cada vez que pasamos por alguna pequeña playita decimos a coro cómo nos gustaría poder parar en una de ellas. Pero no está en el programa. También vemos pequeñas aldeas que a mí me encantaría recorrer. Tampoco esta dentro de las posibilidades desde el barco. Todo no se puede. 

Hay otro personaje curioso, es un hombre grande francés. Desde que escuchó que hablamos en español se nos acerca de vez en cuando para repetirnos la misma historia: que él vive en el barrio más pobre de Paris y tiene como vecinos a muchos borrachos latinos. A nosotros nos parece que el único borrachín es él.  

Aparece donde estamos sentados en la proa con una bandeja de mandarinas y nos convida a todos. Luego me da un papel doblado en varias partes y me dice que es para mi. Es un librito hecho con una hoja A3 que tiene un cuento corto de un autor mexicano. El editor es el francés y su editorial, como no, se llama Los Borrachos. 

Me enternece su gesto y por supuesto me leo el cuento para luego comentarlo con él. Es uno de los tesoros que guardo de este viaje. Pequeños gestos que hacen grandes momentos. 

Estamos pasando delante de una aldea y escuchamos que el capitán le grita a una persona de la costa. Ésta se sube a una canoa de madera y se acerca a nuestro barco. Mientras tanto nuestro capitán ha detenido el motor. El silencio del motor es muy relajante. Y la sensación de ir a la deriva arrastrados por la corriente del río es maravillosa. Podríamos hacer todo el viaje así, sería estupendo! 

No entendemos muy bien qué está pasando. Por supuesto ninguno de los laosianos que están arriba del barco sabe ni media palabra de inglés. Así que sólo nos queda deducir. Ya son dos canoas las que están junto a nosotros y lo que intentan es dirigir nuestra barcaza. Parecen Gulliver y dos enanitos. 

Un detalle menor, es que una de las canoas justo se queda sin gasolina. Pero como decía, eso es insignificante. 

Entre unos y otros logran atracar el barco en una orilla. Mejor dicho, en una playa!!! Pide al Universo y éste te concederá.  

El hecho menor de que nuestro motor se hubiera estropeado pasó totalmente inadvertido frente a la alegría de todos los presentes de poder bajar y darnos un baño en el Mekong. Los borrachines del fondo tardaron nada y menos en estar dentro del agua y seguir con su alegría distorsionada. Mariana y Saúl bajaron enseguida también y yo me puse a hacerles fotos desde el barco. Luego me sumé y metí las patitas en el agua. La verdad que ese chocolate de agua no me inspiraba nada para zambullirme en él.  

Los chicos si entraron y nos hicimos muchas fotos mutuamente. Fue muy divertido y placentero. Hicimos rancho aparte en una esquina de la playa que estaba a la sombra, porque el sol estaba picante. Mariana sacó sus instrumentos para hacer malabarismo y se puso a practicar. 

Entre pitos y flautas, disfrutamos de una hora y media en una pequeña playita del Mekong. Insuperable. Después hacíamos bromas de que en los próximos trayectos incluirán la parada en la playa como otra atracción para los turistas, visto lo bien que nos lo pasamos todos, cada cual en su estilo. 

Al llegar nuestro nuevo barco, mudaron todas las cosas y retomamos la ruta. Nos agarró la puesta de sol sobre el barco así que no podíamos terminar la travesía de mejor manera. Como dicen mis amigos, fue un regalazo! 


La bajada en Luang Prabang fue un poco caótica. Estaba oscureciendo, éramos muchos y el embarcadero no está en la ciudad, sino que algo alejado. De nuevo a pelear con los tuks tuks y de nuevo a encontrarnos con la misma mafia organizada, con precio fijo y un mandamás que dirige el cotarro. Mariana rebotada otra vez, decide avanzar un poco caminando a ver si encuentra otro tuk tuk que le cobre menos. Y yo solidaria con ella. Saúl con su bici. 

Como estaba oscureciendo y no sabíamos bien a cuántos km estábamos de la ciudad, Saúl se adelanta para que no le agarre la noche. Quedamos en que nos encontraríamos en la ciudad (ni idea dónde, pero nos encontraríamos). 

Pasaron todos los tuks tuks llenos que venían del embarcadero y no quedó ninguno atrás. Seguía oscureciendo, Mariana y la que suscribe, caminando por una calle de tierra en tierra de nadie. Ni una lucecita. Saco mi mini linterna de la mochila para tenerla a mano. Llegamos a un cruce de caminos con una carretera principal. Bien, aquí encontraremos tuk tuk. 

Pero no, no pasaba ninguno. Todas eran camionetas o coches. Entonces le digo a Mariana que hagamos dedo. Yoooo, que en mi vida he hecho dedo! 

Viene la primer camioneta y yo levanto mi dedo. Entonces Mariana me explica que en Asia no se levanta el dedo, que hay que hacer un ademán con la mano como cuando quieres indicar que vayan más despacio. La dejo a ella, que es quien sabe. Además es guapa y joven. 

No daba crédito de lo que estaba viviendo pero estaba encantada con la situación. Mariana lo hacía muy fácil todo. Además en la carretera había mucho tráfico así que algo encontraríamos. Y si no, nuestro caballero vendría a socorrernos si no llegábamos pronto. 

Al ratito vemos que viene un tuk tuk rezagado desde el embarcadero. Mariana lo para y negocia con él. Logra que le baje de 20 a 15.000 kips por el trayecto hasta el centro. Una maestra! 

Como imaginarán no eran los 2,5 euros que costaba el recorrido sino que se trataba de una cuestión de principios, de no pasar por el aro. En Laos ven un turista y es como si fuéramos dólares que caminan. Se aprovechan un montón. Además son ellos mismos los que te piden que les regatees, lo comprobamos momentos después al llegar a la ciudad. Así que si mi compatriota decía que no iba a pagar los 20.000 kips, yo tampoco. 

Bromas aparte, para mi fue un momento muy especial. Luego, subidas en el tuk tuk, Mariana compartió conmigo cosas personales que nos dio más complicidad aún. 

Saúl, como chico inteligente que es, se paró a esperarnos donde se detenían los tuks tuks. Así que allí estaba cuando llegamos. Ya éramos un equipo en toda regla. 

El paso siguiente era buscar donde dormir. Apenas se baja Mariana veo que le pregunta al primero que se le cruza, por un very cheap room. Ya teníamos una dirección. A 200 metros del punto más central de Luang Prabang conseguimos una habitación doble por 7 euros (si, siete). 

Pero sólo había una habitación. Ningún problema: inmediatamente los chicos negociaron que nos dejaran la habitación por 9 euros para los tres. Saúl lleva colchoneta y saco de dormir y los pondría en el suelo. 

En principio yo había dicho que me quedaría sólo una noche con ellos y que al día siguiente buscaría otro lugar. Pero estaba tan a gusto y disfrutando de la compañía de estos dos lindos, que me quedé con ellos todas las noches que estuve en esa ciudad.  

Nos instalamos y salimos a dar una vuelta y a cenar. Estábamos los tres con ganas de comer comida después de dos días picoteando de todo un poco en el barco. El mercado nocturno lo teníamos a un paso y en el primer puestito compramos un buen plato de arroz con verduritas y un pincho de pollo. Fantástica cena.  

Luego cada cual comenzó a recorrer el night market a su ritmo. Y antes de volver al alojamiento nos volvimos a encontrar, sin haberlo previsto, sólo sucedió. De la misma manera que sucedieron los siguientes tres días. Fácil, simple, gustoso, como si nos conociéramos de toda la vida. 

A Saúl y Mariana

El río Mekong

 

Desde que compré aquel libro en Altair, la idea de seguir parte del trayecto del Mekong, de alguna manera fue hilvanando mi propio recorrido. Si bien el río nace en la meseta tibetana y tiene 4.000 km de longitud, sólo es navegable en algunos tramos. Y el que va desde la frontera con Tailandia, en Chiang Khong hasta Luang Prabang es más que hermoso.

Siempre tuve el presentimiento que este río me iba a conmover. La realidad supera mi imaginación. Indudablemente el agua, en cualquiera de sus representaciones, sea océano, lago o río, me da mucha paz interior y me transporta a un sitio muy propio.

Es una situación muy relajante. El barco va suavemente deslizándose sobre esas aguas turbulentas, como si debajo no pasara nada. Y seguro que pasan muchas cosas, debe haber mucha vida allí. A pesar del ruido del motor, el paisaje te abraza tanto que casi te olvidas de esa contaminación acústica.

El primer día transcurre entre charlas con Mariana y Saúl, contándonos historias de nuestros viajes, sueños y aprendizajes. Poco a poco vamos conociendo a otros pasajeros, no a todos, ya que somos unos doscientos, un montón. De variadas nacionalidades y edades a partir de los veintipocos.

Muchas personas se duermen, otras escuchan música, o leen, siempre sentados en su sitio. Saúl, Mariana y yo no dejamos de charlar y de sacar fotos. Nos movemos por el barco buscando siempre un nuevo punto de vista o una foto divertida. Nos sorprende que ante tanta belleza, algunos se puedan dormir.

Hay un grupo que claramente han venido de fiesta y toman una cerveza tras de otra, con lo cual en nada se ponen demasiado alegres y gritones. Hacemos de cuenta que no están, igual que con el motor. Nosotros también estamos en nuestro propio rollo, en una sintonía donde casi parece que no haya nadie más.

Tres personas que venimos viajando solas, de maneras y tiempos diferentes, que coincidimos en este aquí y ahora formando un grupete que seguro dará de sí. Indudablemente, el idioma nos facilita la comunicación. Aunque los dos chavales hablan muy bien el inglés, están cómodos relajándose un poco con el lenguaje. Y yo más!

Dicen que uno tiene la edad de sus acompañantes y así es como me siento. Ellos me me integran como si fuera de la misma quinta. Es más que gustoso y ellos no saben cuánto les agradezco su complicidad conmigo.

También tenemos momentos donde cada cual está en lo suyo o charlando con otros pasajeros, pero ya se ha creado una unión especial entre nosotros tres.

Hay más personas argentinas, sin embargo no creamos vínculo con ellos. Españoles creo que no hay más que Saúl. Por tanto no creo que sea sólo el idioma lo que nos atrae de los otros dos.

Hace unos días, cuando planeaba mis próximos pasos y pensaba seguir un par de días más en Tailandia, mi intuición me dijo que debía irme a Laos y tomar este barco, que algo pasaría en él. Hoy sé que tenía que estar aquí para coincidir con Mariana y Saúl.

También porque necesitaba de este tiempo de dejarme llevar, de no tener que buscarme la vida por un rato y simplemente quedarme quieta. Dos días de barco, haciendo ocho horas diarias de navegación, es el tiempo en el que he comenzado a quitarme finas capas de piel muy antiguas.

Es un tiempo para sólo sentir qué quiero y cómo seguir. Las capas de las que me voy desprendiendo son aquellas que ya no quiero tener conmigo. Les voy poniendo nombre y las lanzo a este maravilloso Mekong para que su rápida corriente se las lleve lejos. Quizás, sin saberlo aún, este proceso empezó cuando lancé mi Krathong en Chiang Mai, hace un par o tres de días atrás.

Es un tiempo para dejar ir los debería y conectar sólo con los quiero. Mariana y Saúl aún no lo saben, pero ellos me muestran que es posible. Ellos quisieron dejar todo e irse a deambular por el mundo y lo están haciendo. Generosamente comparten sus experiencias y me cuentan cómo lo van gestionando.

Saúl empezó el viaje con otros amigos con la idea de hacer todo en bici y sólo bici. Él se dio cuenta pronto de que su objetivo no era la militancia ciclista y decidió seguir solo e ir detrás de sus propias búsquedas. Está aprendiendo mucho y se siente feliz en este proceso, aunque no todo siempre es de color rosa. Pero él saca el mejor partido a cada situación y se va dando cuenta de que es mucho más fuerte de lo que pensaba. Chapó por ti Guapo! Eres muy valiente.


Mariana hace año y medio que dejó su Buenos Aires querido. Estuvo un año en Australia con la visa working holiday, trabajando y viajando por todo el país. Luego pasó tres meses en Nueva Zelanda (no recuerdo si éste es el orden correcto o fue a la inversa). Y ahora lleva dos meses viajando por Tailandia y acaba de entrar en Laos, como Saúl y yo. No tiene fecha de regreso a casa, porque lleva su casita encima, como un caracol. Disfruta de las cosas simples de la vida y se deja llevar como una hojita con la brisa. Tiene una sensibilidad muy especial y ella sabe que la tiene que desarrollar intensamente, está en muy buen camino. Llegarás donde quieras Preciosa! No te olvides de seguir navegando.


Mientras pienso y escribo sobre ellos, conecto con que yo a su misma edad fue cuando hice mi migración a España. Quizás este es uno de los puntos fuertes que nos une a los tres: el proceso de cambio, de elegir dónde y cómo queremos vivir, independientemente de nuestro entorno y de nuestras circunstancias. Ellos están allí mismo y yo revisando el mío. En pocos días más se cumplen veinte años de mi llegada a España y como en todo cumpleaños hay una revisión de las elecciones, al menos para mi.

Es otro momento de la vida. Puedo volver a elegir. Ratificar o rectificar. O ambas cosas.

Entrada en Laos. El Mekong.

Jueves 17 de noviembre de 2.016

Me levanto super temprano, tomo un falso té tailandés (Lipton, para los amigos) y Michelle hace lo propio. Ambas decidimos irnos antes de que venga la camioneta de la guesthouse a recogernos y buscarnos la vida por nuestra cuenta. 


Primer tramo: la oficina de migraciones y aduana de Tailandia, antes del puente de la amistad con Laos. Al poco de caminar conseguimos un tuk tuk que nos lleva por 50 baths. El trámite de salida es rápido y sin inconvenientes. 


Segundo tramo: el autobús que cruza el puente. Sólo hay un autobús que hace ese recorrido y es la única manera de cruzar la frontera. O sea, agua y ajo. Más 25 baths. 

Pisamos suelo laosiano y hay que hacer aduana y tramitar la visa on arrival, previo pago de 35 dólares norteamericanos. Al lado hay una oficina de cambio y compro kips. La relación es de 8.700 kips por cada euro, así que de repente soy casi millonaria. Me recuerda cuando era pequeña en Argentina, antes del peso argentino. Los billetes tenían muchos ceros igual que aquí. 


El trámite es bastante rápido. Además como va llegando sólo un autobús a la vez del lado tailandés, no hay manera de que se acumule demasiada gente. Te piden una foto. Llevo varias conmigo porque en muchas fronteras la exigen. 

Tercer tramo: conseguir un tuk tuk que nos lleve al puerto. Queremos negociar pero no hay negociación posible. El precio son 100 baths por persona y hay que esperar que el tuk tuk se llene: diez personas. Veo que en un tuk tuk hay dos franceses que han pagado más para ir solos y les ofrezco compartir pero ellos están muy apurados y quieren salir ya.  

Hay bastante gente pero la mayoría vienen con grupos all inclusive, que los llevan hasta el puerto en vans. Me pongo a buscar más gente que quiera ir en tuk tuk, de momento sólo somos cuatro. Llega una pareja francesa que se suma. Y veo una chica con pasaporte azul. Me acerco y le digo: Pasaporte Argentino, buenos días!  

Ella viene un poco contrariada, harta de que le cobren por cada trayecto lo que se les ocurra. Y es cierto. Por ejemplo, yo pagué 260 baths para venir desde Chiang Mai, que son seis horas de autobús y los diez minutos, o cinco, para traernos a la frontera fueron 50 baths. Y ahora nos cobran 100 para hacer máximo veinte minutos de camino. No hay relación proporcional entre distancia, tiempo y dinero. Tampoco la hay entre distancia y tiempo, ya que las carreteras son muy variables en calidad y estado. Más en Laos que en Tailandia. 

Nos presentamos, ella se llama Mariana. Me cuenta que hace año y medio que está viajando y que un año lo pasó en Australia con la visa working holiday. Luego estuvo en Nueva Zelanda y ahora hace dos meses que viaja por Tailandia.  

Después de ver la movida de los tuks tuks le sugiero que no se amargue, ya que vamos a tener que pasar por el aro y pagar los 100 baths. Contrariamente a lo que dicen muchos blogs de viajes, cada vez más te encuentras que en estos puntos de las rutas, donde no hay más opción que un tuk tuk (a menos que vengas con algún tour organizado o transporte puerta a puerta tipo una van) allí se van formando monopolios, o cooperativas si queremos darle mejor nombre.  

Hay uno de los tuktukeros que es el mandamás y lleva el cotarro. Es el que vende los tickets. Y aunque hables con los otros, todos te remiten a él y ninguno quiere cobrar menos de lo que el primero dice. O sea, agua y ajo de nuevo! Pago mis 100 baths. 

Al cabo de 15-20 minutos el tuk tuk se llena. Llegamos al puerto con tiempo suficiente para subir al barco. En el camino, la pareja de franceses me cuentan que ellos se van al norte del país porque lo que yo quiero hacer ya lo hicieron hace unos años. Aprovecho a preguntarles y que me den algunos tips de Laos. 

Al salir del tuk tuk se ven los barcos, escalera abajo. En los primeros escalones, un chico de gafas y gorra fumando. Me acerco a preguntarle dónde se compran los tickets. Es un chaval español, de nombre Saúl (posteriormente rebautizado Saúl Menem, por Mariana y por mi). 


Michelle ya está comprando su pasaje. Este síndrome que vemos en los chinos cuando andan de turismo por Europa, de ir corriendo a todos lados, de llegar primero, ella también lo tiene. Se me hace difícil esta mujer. Pero parece que yo a ella no, porque la tengo pegadita como una lapa. Y eso conmigo no es bueno (los que me conocen ya me entienden). 

Mariana compra su pasaje también. En ese momento recuerdo que yo he leído buenos comentarios sobre una empresa que se llama Smile Cruise y me da el punto de averiguar antes de comprar. No quiero otra novatada. La mujer que vende los tickets me dice que sólo puedo comprarlos allí y se pone de mal carácter. Con más razón no compro mi pasaje y voy en busca de la otra empresa. Pero no hay más ventanillas que la de la mujer cascarrabias. 

Me vuelvo hacia el embarcadero y Mariana está sentada junto a Saúl de charla y compartiendo puchito. Michelle, por supuesto, ya está instalada en el barco. 

El barco se ve bien, sólido, como los que he visto en fotos. Entre que no encuentro otro lugar donde comprar pasaje y que los chavales me han caído super bien, me decido a ir con ellos. Hay muy buena onda. Mariana ya se ha relajado y Saúl está plácidamente esperando la salida del barco. 

Los blogs recomiendan comprar comida antes de subir al barco porque aunque en el barco te venden, parece que no es muy buena y es más cara. Entro al barco. Es muy amplio y va a tope de asientos. Parecen asientos de autobús y realmente lo son. Busco uno al lado de una de las ventanas. Más bien son huecos laterales, porque ventanas no tiene. Es techado, pero abierto a los lados. Me gusta. Hay bastante gente dentro. 

Al subir, me piden que me quite los zapatos. Y mejor que me acostumbre porque en todo Laos te piden que te quites los zapatos antes de entrar. Bueno, ahora que recuerdo, en el hostel de Bangkok también. Eso ya no me gusta tanto. Me incomoda ir con los pies descalzos en sitios donde no me fío un pelo de la limpieza. En fin, es lo que hay!

Enseguida me acomodan la mochila grande debajo de la cubierta, levantando una de las tablas del suelo. Dejo la pequeña en mi asiento y salgo a comprar comidita. Busco algo de fruta y una bolsa de castañas de cajú. 

Los chicos siguen de charla y se ha unido una chica holandesa que ha tenido un accidente en moto y lleva la pata a cuestas povereta. El ambiente es cada vez más ameno. 

Cuando el barco se llena, partimos rumbo al Sur por el Mekong. Son dos días de travesía, parando a dormir en un village intermedio, Packbeng. El paisaje es magnífico. A ambos lados montañas redondeadas cubiertas por completo de bosque o selva tropical. La vegetación es exhuberante, hay una pelea entre las plantas por asomarse al sol. Es la enredadera de la enredadera. Y árboles muy grandes y variados. Hay unos que me hacen mucha gracia porque parecen plumeros verdes gigantes. 


El agua es de color marrón chocolate. Y lo que más me sorprende es la corriente del río. Va muy rápida. Por momentos parece una balsa y a la nada, se arman unos remolinos de hasta un par de metros de diámetro y medio metro de profundidad, al lado del barco. En otros tramos el agua burbujea como si estuviera hirviendo. Y nuestro capitán serpentea de un lado al otro para esquivar las rocas, los troncos que flotan sobre el río y todo lo demás que sólo él conoce y a nosotros nos pasa inadvertido. Lo único que tengo claro es que no cualquiera podría navegaren este río. Tiene vida propia, sin duda. 


Y aquí estoy yo, surcando esta lengua barrosa, acompañada de dos maravillosos jóvenes de 28 añitos con quienes cada vez hay más sintonía.  

Tengo la sensación de que aquí comienza el verdadero viaje, el viaje interior. 

Traslado a Laos

Miércoles 16 de noviembre de 2.016

Mi autobús a Chiang Khon sale a las dos de la tarde. Tengo tiempo para pasar la mañana tranquila en un bar, mientras desayuno y buceo en internet buscando alojamiento para mis próximos destinos. En Chiang Khon sólo estaré unas horas esta noche porque el bus llega a las ocho de la tarde y mañana quiero agarrar el barco temprano. O sea que mucho no me preocupa reservar algo allí. Pero en Luang Prabang me gustaría tener algo aunque sea la primera noche. 

La oferta de alojamiento es muy amplia en Luang Prabang, lo cual por un lado me dice que seguro algo encontraré y por otro, que habrá mucha gente. Ya estoy en temporada alta y los precios no son baratos. Me da palo gastar mucho en alojamiento. Llevos dos horas o más buscando y no logro decidirme por ninguno. Me apunto en la libreta los que encuentro más baratitos pero no hago ninguna reserva. Se me hace la hora de ir a la estación. 

Paso por el hotel a buscar mi mochila y me voy en taxi. Llego con tiempo para comprar algo de comer. El autobús va a tope. La mayoría somos turistas. Tengo asiento asignado junto a una ventana. La persona que se sienta a mi lado es una mujer china, se llama Michelle (bueno, me explica que es el nombre que da a los occidentales, porque su nombre chino no lo retiene nadie ni sabemos pronunciarlo).  

Ella habla mejor inglés que yo pero igual logro que me entienda e intercambiamos algunas palabras hasta que el autobús se pone en movimiento. Nos esperan seis horas de viaje y yo no tengo muchas ganas de hacer el esfuerzo de ir hablando en inglés y creo que Michelle tampoco. Ella se conecta a su ipad con una peli y yo me meto en mis pensamientos, un ejercicio que tengo muy entrenado. 

Saliendo de la ciudad, el paisaje es bonito, con campos de cultivos y montañas verdes de fondo. Más adelante el camino se torna más montañoso. 

Me doy cuenta que estoy por llegar al sitio donde está el Gibbon Experience, un tour en el que te llevan a pasar dos o tres días en la selva, durmiendo en unas casas de madera super bonitas arriba de unos árboles altísimos. Las fotos de las vistas desde allí son increíbles. Y lo de dormir en las casitas sobre el árbol es el sueño del pibe. O más bien, uno de los míos. 

El tema es que cuando miré las opiniones de personas que lo han hecho, también vi fotos y entre ellas había una de una araña preciosa, inmensa, peluda, grandísima…..y yo les tengo pánico! Así que esta vez sí que me parece que mi gozo se va al pozo. 

Pero seis horas de autobús dan para pensar mucho. Y me pasé el viaje dándole vueltas …. que si estaría bien hacerlo e intentar vencer ese miedo, que entonces no pegaré ojo en toda la noche, que no es necesario exponerme a pasarlo mal, que las vistas son inigualables, que la casita en el árbol, que los doscientos dólares que cuesta, etc, etc, etc. Que estoy llegando al sitio y no sé si volveré otra vez … 

Concluyo que con ese dinero me puedo pasar cuatro o más noches en Formentera y que no me sale a cuenta exponerme a pasarlo mal. Miedos siempre hay alguno y el mío seguirá siendo a las arañas, serpientes y otros bichos en general. Y no pasa res! 

Además, tanto en Catalunya como en el País Vasco, hay casitas en árboles y no están en medio de la selva laosiana. 

Después del debate interno entre los sueños y los miedos, estoy segura de haber hecho la mejor elección. Mañana me subo al barco rumbo a Luang Prabang, en Laos. 

Cuando llegamos es de noche y el autobús no nos deja en el centro, sino algo aislados. Inmediatamente bajar, hay una mujer que nos espera y que ofrece llevarnos a su guesthouse, traslado ida y vuelta incluido. Yo había leído que es mejor evitar a estos personajes, pero en el momento dudo, porque con ella no tengo que ocuparme del tuk tuk de hoy ni el de mañana hasta la frontera, ni de empezar a caminar y buscar un lugar para dormir. 

Michelle mientras tanto habla con otros pasajeros que ya están arriba de un tuk tuk y viene a decirme si me parece que vayamos con ellos y buscamos alojamiento en el centro del pueblo. Entonces, un chaval grandote, que luego sabría que es norteamericano, con mucha onda y energía le dice a la mujer del guesthause que ok, que va con ella. Me dejo llevar por ese impulso del yanqui y lo sigo. Michella me sigue a mi. Y para entonces, en la camioneta de la mujer somos siete personas. 

Su guesthouse estaba muy cerca de donde nos dejó el autobús. Fue la peor elección que pude hacer. Suerte que sólo fueron unas horas y pagué muy, pero muy barato: 100 baths (menos de tres euros). La calidad era acorde con el precio. Mejor obviamos los detalles. 

A mi me tocó compartir con dos chavalitas alemanas. Michelle alcanzó a agarrar una habitación privada. Sea como fuere, ni una ni otra tuvimos buena experiencia.  

Otra novatada! Confirmo que es mejor evitar a estos personajes.